Renegado. El oso.
Libro encontrado en la biblioteca personal de Gengis Kan, traducido por Aitor Hernández Eguíluz
Gracias por hacer caso a tu curiosidad y por entrar en esta historia, de la que te cuento el inicio. El libro tiene 500 páginas de intrigas, amistades y amores para toda la vida, odios y venganza para más allá de la vida, reinos nacientes y que otros caen antes de tiempo... todo ello con unos pasajes crudos y otros más cómicos, para agradar a todos los paladares. Deja que te este relato te lleve a las mil y una aventuras que se cuentan, algo que pudo sucede en realidad o no hace tres mil años, ¿quién sabe?...
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01. Orah de río Nórit
“Son
conquistadores, son la destrucción
son las espadas del conquistador..”
son las espadas del conquistador..”
Ñu: “Ejércitos
del conquistador”, Cuatro gatos, 2000
Les
oí cantando esta canción alrededor de la lumbre, la víspera de nuestra aciaga llegada.
Me llamo Tzaratustra, aunque todos me llaman Tzara, y entonces cumplía la misión
como avanzadilla:
“Vinieron
de muy lejos, de nadie sabe dónde
llegaron saliendo por el horizonte,
vinieron con sus armas portando su estandarte
jinetes, soldados, en busca de tu sangre.
Llegaron en silencio, sin gritos, sin palabras,
su único mensaje era entrar en batalla,
las gentes se preguntan si acaso son mortales,
ángeles caídos o bestias infernales.
Son conquistadores, son la destrucción,
son las espadas del conquistador
A veces se paraban, también retrocedían
pero siempre terminaban por volver alguna jornada
vinieron a adueñarse del mundo y sus fronteras
clavando en los muertos sus propias banderas.
Son conquistadores, son la destrucción
son las espadas del conquistador.”
llegaron saliendo por el horizonte,
vinieron con sus armas portando su estandarte
jinetes, soldados, en busca de tu sangre.
Llegaron en silencio, sin gritos, sin palabras,
su único mensaje era entrar en batalla,
las gentes se preguntan si acaso son mortales,
ángeles caídos o bestias infernales.
Son conquistadores, son la destrucción,
son las espadas del conquistador
A veces se paraban, también retrocedían
pero siempre terminaban por volver alguna jornada
vinieron a adueñarse del mundo y sus fronteras
clavando en los muertos sus propias banderas.
Son conquistadores, son la destrucción
son las espadas del conquistador.”
No
era la primera vez que oía esta canción en la Comarca. Se había extendido de
forma invisible por todos los confines del reino de Indas I, la cantaba todo el
mundo con cierto temor y mucha veneración. Lo que ahora era un reino en paz y
armonía, no siempre había sido así. Muchas Rondas de las Estaciones atrás las
distintas ciudades limítrofes a este lado del sagrado río Orbem, que todos
denominaban de igual forma como la Comarca, estuvieron enfrascadas en cruentas
guerras que desangraban a sus gentes. Hasta que una mano férrea, la del
caudillo de Oñorgol, se impuso sobre el resto, no sin esfuerzo, para dar inicio
en la Comarca a una época de sosiego y prosperidad, basada en la ley de sus
jueces y en el orden de sus ejércitos, que propiciara un renacer del comercio. Su
éxito se decía que estaba basado en la superstición de que era invulnerable
mientras un juglar llamado Lockem tocara, oculto a la vista de todos, su flauta
durante la batalla. El nuevo rey nombró como su senescal a Lockem y quiso
fundar una dinastía apoyado en su hijo, también llamado Indas. Pero sus planes estaban
amenazados por un misterioso Señor de la Guerra , del que yo misma era sus ojos en la
sombra. Este sanguinario guerrero, gigante como una montaña, sólo creía en un
poder, el de su brazo, bajo el que todos los seres vivos de esta parte del
mundo tendrían que cobijarse. El que estuviera contra él sólo podía hacer una
cosa, someterse o morir. Ese era el destino también del loco proyecto de un rey
pusilánime, que nunca podría llevarse a cabo y que sería víctima sí o sí, del
poder de las armas.
Los
habitantes de Orah de río Nórit no sabían que dicha noche, fuera la víspera de
la jornada en que unos guerreros de leyenda estaban a las puertas de su aldea
o, mejor dicho, que la historia de su aldea iba a cambiar de forma trágica. Dicho
poblado estaba ubicado en una extensa zona llana rodeada de campos de cultivo,
entre el río que le daba su nombre y un risco o mogote que servía de abrigo a
sus últimas casas. El lugar era famoso por la maestría de sus canteros en el
arte de cortar y modelar la piedra. Ésa era la causa de que mi Señor se hubiera
fijado en ella, porque quería para sí la habilidad de estos artesanos en su
última locura, hacer un palacio en la piedra a la altura de su poder.
De
esta forma me encontraba yo en sus inmediaciones, una mujer eminentemente
guerrera que se convertía en la vanguardia de su ataque final y que analizaba varias
jornadas antes los puntos débiles de la plaza a atacar. Yo había sido criada
por el que ahora se hace llamar Sinjoro, que en mi lengua materna se traduce
por Jefe Supremo, pero que entonces no era conocido por ese nombre. Fui
adiestrada, por él y por su compañero de armas: Sajodem de Aromaz, en el noble
arte de la batalla y en el endiablado juego de la táctica militar, y, por
supuesto, tenía su confianza para ser la ojeadora de lugar por atacar, de
espiar las condiciones en que se encontraba el enemigo, de diseñar el ataque y
de encontrar los puntos débiles de su defensa. Esta idea estaba basada en el
ejercicio más viejo de la humanidad: la caza; en la que el hombre debía de
observar las costumbres de la presa para prever sus reacciones. Aunque no era
una estratagema, ni suya, ni mía, sino de su lugarteniente, Sajodem de Aromaz,
que ya no participaba de la lucha, pero que había desempeñado esa labor antes
de encargarme de ella yo. El espía encargado de esta misión, además de
mostrarse invisible para las víctimas, o por lo menos sus intenciones, tenía
que preocuparse de evaluar las defensas enemigas, de analizar los caminos y
vías de comunicación o de huída, y de descubrir los pastizales en que alimentar
a los caballos y los refugios donde ocultarse hasta el ataque definitivo. Porque
nuestra verdadera fuerza radicaba en el desconocimiento, la sorpresa y una
leyenda de seres malvados, casi demoníacos surgidos del mismísimo infierno, difícil
de predecir su ataque y mucho más complicado de seguir el rastro.
No
es que esta misión desentrañara demasiado peligro o que el ataque conllevara
excesiva complicación, sino que el asunto iba más allá del puntual asalto. Los
rivales eran un puñado de agricultores y artesanos acostumbrados a la azada o
al punzón. La única oposición podría venir del retén de dos soldados que el rey
mantenía como mínimo en cada población. Lo que estaba en juego era nuestra
reputación, no podíamos descuidar ningún detalle para que el asalto estuviera a
la altura de nuestra leyenda. Los guerreros invisibles comandados por un
despiadado jefe, que dejaba a su paso una estela de caos y destrucción. Un ejército
formidable que surgía de la nada para arrasarlo todo a su paso, y que luego
desaparecía de la misma forma, como tragado por la tierra, y suscitaba
tremendas dudas sobre su existencia real, o si era solamente producto de la
imaginación de la gente, si no fuera por la desolación de los muertos que lo
avalaban y hacían una trágica realidad. Algunos se aventuraban a opinar que no
eran personas reales, sino demonios que Tarem, el dios de la guerra, les
enviaba por algún desconocido pecado, con lo que la conmoción en las tierras de
Oñorgol era cada vez más patente.
Llegué
dos jornadas antes. En la primera jornada recorrí las calles del pueblo
disfrazada de vagabunda, mientras que la segunda la dediqué a reconocer los
alrededores. No es fácil para una desconocida mujer pasar desapercibida por las
calles de una pequeña población como Orah y menos cuando no era jornada de
mercado. Mi habitual pequeña representación de mujer de la vida que iba de
pueblo en pueblo en busca de clientes, nunca era bienvenida entre las estrechas
mentes de los labriegos, por lo que nunca encontraba interesados en desfogarse
y podía recorrer el pueblo sin demasiados impedimentos. Esta tapadera también
me servía para inspeccionar la garita que ocupaban los dos tristes soldados del
rey, siempre radicada en una de las salidas de la población. Esta inspección
tan a fondo no era necesaria para la misión, porque un ojo avizor en una
posición elevada era suficiente para plantear un ataque tan sencillo como éste:
aprovechar el amanecer de la jornada para pillar de imprevisto a un ejército de
labriegos que no esperaban un ataque. Sin embargo, yo necesitaba esta
inspección ocular a pie de pueblo para demostrarme a mí misma cada vez que
desempeñaba esta misión, que era capaz de camuflar mi paso, de mostrarme
invisible y de ocultar mis intenciones a los ojos de las víctimas.
En
la inspección de campo, lo primero era estar segura de que en los alrededores
no pululaba nadie que pudiera dar la señal de alarma. Los agricultores no eran
peligrosos porque los campos de cultivo generalmente estaban alrededor de las
poblaciones para evitar robos o por razones de seguridad. Por el contrario,
había que poner mayor atención en los pastores, que debían alejarse de los
campos y adentrarse más en los bosques en busca de pastos para sus ganados.
Hasta ahora había tenido suerte, nunca había sido descubierta por ninguno de
ellos. Esto hubiera supuesto un grave contratiempo práctico y moral, práctico
porque la misión no podía abortarse una vez puesta en marcha la maquinaria
guerrera, además de que de ninguna forma iba a presentarme yo delante de
Sinjoro a confesarle mi falta de pericia a la durca de cumplir con mi misión.
La otra opción era mucho más drástica, pero tenía una pequeña carga moral: hubiera
tenido la obligación de silenciar a sangre fría al desdichado descubridor. Sin
olvidar, además, las complicaciones que podría acarrear para la causa final, ya
que su desaparición repentina haría sospechar al pueblo, si éste no volvía al
atardecer. Luego estaba el problema de todo el ganado y de los perros pastores,
que también podían aparecer por la aldea y ponerlos sobre aviso. ¿Qué podría
hacer? Matarlos a todos. Si ya me sentiría mal por matar porque sí a un
inocente hombre, aniquilar a todo un rebaño y a sus diligentes guardianes,
además de estúpido, era también difícil de camuflar.
Luego,
lo más importante para la misión era encontrar un lugar oculto en donde poder
pasar la noche, lo suficientemente alejado para no ser descubiertos, y lo
mínimamente cercano para que el recorrido no cansase tanto a los caballos que
pusieran en peligro el éxito final del ataque armado. La noche previa era de
gran importancia, porque, por un lado, nuestros soldados tenían que descansar
del pesado viaje y alimentarse bien para afrontar el desgaste físico de la
lucha, con el inconveniente de que no podían hacer fuego; y, por otro, debían
pertrecharse en vestuario y armamento de acuerdo al papel guerrero que les
tocaría desempeñar. Esta ubicación, tenía que estar orientada necesariamente
hacia el lugar desde donde se iba a iniciar la incursión. Por todo ello, el
ojeador tenía que moverse alrededor de la población con suma rapidez, porque el
tiempo apremiaba, y tenía que ser muy intuitivo a la durca de elegir las
ubicaciones. Por eso necesitaba del apoyo de una montura que, también habría
que camuflar para poder moverme de un lado a otro con mucha libertad. Mi yegua,
Koroĉiela, era de gran ayuda, porque cuando llegábamos a las inmediaciones del
objetivo lo primero que hacía era ocultar mi impedimenta en alguna recoveco o
cueva para moverme con mayor ligereza y si tuviera que ocultarla también a
ella, el problema hubiera sido mayúsculo por la inveterada impaciencia que
demostraban las caballerías en un lugar cerrado tanto tiempo como el que
tendría que pasar.
Sin
embargo, a mi Koroĉiela la podía despojar de todos sus arneses y cualquier marca
de domesticación, para que pudiera moverse libremente como si de un caballo
salvaje se tratase y pasar desapercibida. Además, fruto de su domesticación me
seguía a una distancia prudencial, cuando me encontraba en las afueras, o se
quedaba alejada de la población a atacar. Si me era necesaria, acudía a mí
presto gracias a un silbido que acostumbrábamos a utilizar ella y yo para estas
ocasiones. Como yo también dominaba el noble arte de montar a pelo, la podía
utilizar en cualquier momento para moverme con toda libertad y cumplir a rajatabla
con mi misión.
La orden de ataque era clara. Nada de
gritos intimidatorios, el mero retumbar de los cascos de los caballos, el
gemido de las bestias en esa durca de la nueva jornada en que la oscuridad
comparte con la claridad, que marca el inicio de la mañana, y nuestras caras
pintadas de rojo eran siempre suficientes para hacer reinar el caos en donde
sólo unas durcas antes domeñaba la confianza y el sosiego. ¿Qué pensarán los
labriegos? ¿Qué se les pasará por la imaginación, al despertarse con el diablo
pegado a su pellejo? ¿Se encomendarán a la bien amada Cresa, Diosa de la
tierra, que no es capaz de cuidarles? Sus cultivos estarán perfectamente
protegidos, pero… y ¿su vida? ¿Quién cuidará sus campos después de haber
conocido al diablo en persona? Nadie está a salvo en esta época en donde el
resto de dioses tiemblan sólo con oír el nombre del Dios de la Guerra, Tarem.
Sin embargo, en esta ocasión, Tarem no había salido en busca de sangre, sólo
necesitaba tres fuertes maestros canteros, el resto de los habitantes de Orah
no tenían por qué probar el filo de nuestras espadas, sólo verán tras el paso
del Señor de la Guerra
que sus propiedades han sido semidestruidas, sólo les quedará su triste vida
para quejarse al rey Indas porque tampoco les ha protegido. Sólo podrán
quejarse, claro está, los que no opongan resistencia. El Jefe Supremo de esta
horda de fuego y destrucción, sólo matará a los que no se dejen arrasar
impunemente, a los que no permitan esquilmar sus posesiones o quemar sus casas.
Como
en todas las ocasiones que era posible, el ataque se iniciaba por el lado de la
salida del sol, al tiempo que algunos soldados de la retaguardia levantaban una
nube de polvo arrastrando unas zarzas, para crear junto a los incipientes rayos
de sol teñidos de rojo una atmósfera fantasmagórica que alentaba los términos
de la leyenda. Mi última misión previa en estos asaltos fáciles era fingir la
llamada de alarma para que los labriegos despertaran de golpe en una pesadilla.
Como era previsible, la resistencia fue mínima y se solucionó con algún brusco
arrollamiento con el cuerpo de los caballos y aislados golpes con el ancho de
las espadas, con lo que acababan mordiendo el polvo unos cuerpos solamente
acostumbrados a la azada. La única fuerza militar visible se comportó como
siempre ocurría en los asaltos. Los soldados del rey, en cuanto vieron el
percal del asunto, hicieron dejación de su función protectora y subieron a sus
caballos y huyeron de Orah como las alimañas cuando se prende un incendio. Esa
parte del plan nunca fallaba y, en cierto modo, contábamos con, ello porque
diseñábamos el ataque de forma que se pudieran escapar para que extendieran por
la corte de Indas la maldición del Señor de la Guerra que asolaba esta
parte del mundo conocido.
Al
mismo tiempo de generalizar el caos en la aldea y para asegurarse de que no
hubiera ninguna sorpresa, se iban comprobando todas las viviendas una a una y
se reunía a los habitantes del pueblo en la plaza. Mi grupo se encargó de las
chozas al lado del risco, bajo el que se agrupaban algunas construcciones. Sólo
quedaba por registrar una cabaña algo más alejada del resto y, por lo tanto, la
más cercana al risco, en la que habían entrado dos de mis hombres que tardaban
en salir, mientras un tercero esperaba en la puerta por si había sorpresas
dentro. Me acerqué a su puerta cuando estaban saliendo los otros dos. Nada más
verme se cuadraron y uno de ellos me hizo un resumen de la situación:
—¡A
sus órdenes, mi señora! Sólo hay dentro un hombre muerto.
—¿Un
hombre muerto, soldado? ¿Estás seguro…? Es extraño…
Me
había llamado la atención esta cabaña, en primer lugar porque se encontraba
aislada del resto y al abrigo del mogote, y, en segundo, porque en el mercado
de la jornada en que me había infiltrado por las calles de Orah me había fijado
en sus moradores, una pareja con una niña, ellas muy bellas y él con una pinta
lo más alejada a la de los agricultores que vivían en el pueblo, que no me
cuadraba con el resto de sus habitantes. Las órdenes no impedían a ningún
soldado matar a alguien y nadie le haría rendir cuentas. Sin embargo, el asalto
era lo suficientemente tranquilo como para ahorrarnos las muertes. Podía ser
casualidad, pero ésta no olía asomar mucho en esto esforzados tiempos y en mi
cabeza rondaba una intuición. Además, el asalto estaba tan bien delimitado que
era raro que otro grupo se hubiera ocupado de la cabaña con anterioridad de
forma trágica. Luego estaba el asunto de sus mujeres, por lo que les comenté:
—¿No
había una mujer o una niña dentro? –Me contestó negativamente moviendo la
cabeza de un lado a otro.
Tenía
que inspeccionar la cabaña personalmente porque las mujeres no podían haber
desaparecido como por arte de magia. Pero no podía entrar sola, si hacía caso a
mi intuición, por lo que les pedí que me acompañasen adentro. Tras unos
instantes para acostumbrarme a la penumbra, acompañé con la mirada el pobre,
pero decorado con gusto, aspecto interior. En un primer instante, me fijé en el
cuerpo tendido en un charco de sangre en el centro de la cámara, que podía
corresponder perfectamente al hombre, pero al momento, como si mi mirada
estuviera dirigida, descubrí la salida trasera que no estaba muy bien
camuflada. Al momento, salí sola y recorrí con la vista el escarpado sendero
que subía por el risco, por donde pudieron huir perfectamente la mujer y la
niña. Sin embargo, presentí que todo estaba demasiado claro para ser verdad y
decidí reconocer el cuerpo tendido.
—¡Alto
soldado! –el que me encaró en la entrada estaba a punto de agacharse sobre el
cadáver– ya me encargo yo.
—Lo
siento señora, pero no tenía la intención de registrarlo para quedarme con sus
cosas, sólo quería ver cómo murió, soy un hombre íntegro que nunca robaría a un
muerto hasta que se nos permite al final de la batalla –se disculpó y después
se retiró al fondo de la cabaña.
—No
lo digo por eso a mí ya sabes que no me importan esas cosas materiales que os
tienen como locos a los varones, sólo quiero cerciorarme de todo antes de
actuar. Aquí hay algo raro.
Al tiempo que empezaba a remitir afuera
el ruido de la batalla, por llamar de alguna forma el desigual combate entre
avezados soldados y desorganizados campesinos, reconocí en el muerto al hombre
de la otra mañana, quien tenía un impresionante cuerpo, bien proporcionado, ya
que no destacaban los músculos del tren superior frente a los del interior, ni
viceversa. Su vestimenta no decía nada, era la de un labriego, por lo que le di
órdenes para que me ayudaran a darle la vuelta. Los otros dos soldados, con
ganas de agradar o de llevarse una recompensa, se aprestaron sobre el cuerpo
antes que yo, que, de súbito, me diera cuenta tarde de que por debajo de la
ropa se dibujaba en la cintura del campesino un arnés guerrero.
El yaciente tapado se incorporó del
falseado charco de sangre a una velocidad felina empuñando una poderosa espada con
su mano izquierda, que, en un abrir y cerrar de ojos, ya había atravesado el
vientre del primer soldado y estaba a punto de cercenar la energía vital del
segundo, cuando desenvainé mis dos amados alfanjes y me tensé para acudir en su
ayuda junto al soldado retrasado que ya se mostraba en pleno ardor guerrero. Llegamos
yo y el soldado que se había quedado apostado en la puerta al centro de la
cabaña cuando ya nuestro segundo compañero doblaba ambas rodillas hasta posarlas
en el suelo, ya sin vida. El desconocido dio un ágil giro sobre su tronco, esta
vez a la derecha, y volvió a tensar su cuerpo presto a una nueva embestida
belicosa por parte nuestra.
Empeñé mi crédito en mi mejor golpe
para minimizar las ya elevadas pérdidas para este tipo de refriegas en aldeas
indefensas, que él defendió sin esfuerzo, al tiempo que paraba también el golpe
de mi compañero, que cayó al suelo. Tras el consabido paso atrás por la
violencia de los golpes, mi impertérrito contrincante decidió atacarme,
considerándome más peligrosa que mi ayudante, al que dejó un poco de lado. A
duras penas podía aguantar los envites con la ayuda de mis dos espadas, en una
posición de inferioridad ante tan formidable adversario, que además tenía la
particularidad de ser zurdo, un rasgo poco común que dificultaba pelear con él.
Cuando ya pensaba que yo también iba a engrosar la lista de sus víctimas, su
espada de bronce se quebró ante la dureza de mis armas, hechas con un material
desconocido por estos pagos, y tuvo que dar un paso atrás. Además, mi compañero,
al caer sobre el charco de sangre descubrió la trampilla que mi contrincante al
parecer quería enmascarar indirectamente con la salida trasera y directamente
con su cuerpo. El desconocido dio entonces un estremecedor grito y cejó en su
empeño de atacarme, para volverse hacia mi aliado, cuando aproveché para darle
un golpe en la nuca con la empuñadura de Glavo, mi espada de filo recto
empuñada por mi mano derecha. Al principio, el titán pareció no afectarse por
el golpe, impelido por una desesperación inédita hasta ese momento; pero no me
preciaría del pobre resultado de uno de mis golpes, si no empezaran a flaquear
sus fuerzas, si no se trastabillara y si no apoyase su espada en el suelo para
no caerse. No obstante, sus movimientos perdieron velocidad y su ánimo a
flaquear al ver abierta la trampilla y descubierto su tesoro. Mucho más cuando
empezó a entrar más gente en la cabaña con Sinjoro a la cabeza.
La incorporación de tanta tropa supuso
un obstáculo insalvable entre mi figura y la trampilla. Sin mayor dilación el
desconocido se vio rodeado de contrarios en un pequeño espacio y sujetado al
tiempo que sacaban de su escondrijo a una bella mujer y a una niña de no más de
cinco Rondas de las Estaciones.
—Tzara,
¡qué tenemos aquí! ─tronó el Sinjoro─ ¿Por qué has tardado tanto? ¿Acaso estás
perdiendo facultades?
Le expliqué el caso al detalle mientras
salíamos todos al exterior. El desconocido, que era bastante alto, se quedó a
un lado rodeado de nuestros mejores hombres y la mujer y la hija fueron custodiadas
por otro par de hombres junto al grupo de labriegos supervivientes del asalto
que habían sido hechos prisioneros.
—No
solemos tener mucha resistencia y menos aún bajas de buenos luchadores en
pueblos de mala muerte como éste. ¿Quién eres? ─le espetó al tiempo que le cruzaba
la cara de un revés de izquierda.
El siempre terrorífico golpe del Señor
de la Guerra ,
en esta ocasión sólo produjo un leve volteo del rostro del desconocido sobre su
robusto cuello, aunque, eso sí, le dejó como recuerdo un leve reguero de sangre
en la comisura izquierda de su boca. Esta gratuita violencia no consiguió su
objetivo, porque el gesto del valiente no cambió ni un ápice y le siguió un
silencio seco y pavoroso. Durante el mismo pude fijarme en él de nuevo, en este
caso por el frente. Su pelo negro, aunque estaba sudoroso, lo tenía increíblemente
cortado para lo que era costumbre entre los hombres en estos tiempos y se
adivinaba ensortijado a pesar de su escasa longitud. Su frente altiva como el
risco se remataba en su base con dos finas cejas que anticipaban las cavidades
oculares esculpidas que albergaban dos vivos ojos glaucos de los que emanaba su
seguridad ya que no permitían mantener su mirada, ni un instante. Su cara era
redondeada, en la que se encajaba un robusto mentón, cuyo rasgo más
característico era el hoyuelo que completaba cual medalla de honor. Era más
alto que la media de los hombres de esta época, pero aún así era algo menos
alto que el Señor de la Guerra.
El desconocido |
La
ronca voz de este último me despertó del ensueño:
―Tú
lo has querido. Para que luego no digan que consigo todo por la fuerza. Traerme
a su tesoro, que ella me lo dirá.
Del grupo de aldeanos los dos soldados
se adelantaron unos pasos con la mujer y la hija del desconocido hasta alcanzar
la altura del bárbaro gerifalte, que sin mayor dilación espetó a la rubia
madre:
―Usted,
mi Señora, sí sabrá el nombre de este insensato…
Era impresionante la diferencia entre
esa torre humana de músculos y furor, siempre vestido de negro y con su cabeza
cubierta por un morrión coronado por un penacho de plumas. En altura sacaba la
cabeza a todos sus contemporáneos y en envergadura sucedía otro tanto. Frente a
él una frágil muchacha que no pasaba ligeramente el tercer setenario de Rondas
de las Estaciones, de pelo rubio, casi blanco y de una fragilidad constatable,
que apenas le llegaba a la boca del estómago al gigante. No obstante, la
diferencia física tampoco influyó en la mudez de la mujer, que no soltó
palabra, a pesar de estar temblando como un junco.
La cara del caudillo empezó a dibujar
un semblante de impaciencia que le llevó a levantar el torso de la mano abierta
y amenazarla con descargar un golpe, como a su hombre. Tampoco este gesto hizo
mella en la mujer, que, después de cerrar los ojos en espera del golpe, le
devolvió una mirada de indiferencia que, por supuesto, tampoco vino acompañado
de ninguna respuesta.
―¡Bueno!
¡Bueno! Está bien enseñada, la tienes bien aleccionada. Veo que de ella tampoco
sacaré nada en limpio. Lo intentaré con la chiquilla.
A partir de aquí se desencadenó la
tragedia. Cuando Sinjoro se disponía a poner la mano izquierda sobre el mentón
de la niña, que había estado en todo momento abrazado a la pierna derecha de su
madre, ésta sacó de improvisto de entre sus ropas una daga con la que hirió el
antebrazo del gigante. Sinjoro dio un salto hacia atrás, al tiempo que
desenvainaba su espada, y ajustició impunemente a la madre y a la hija de un
mismo tajo, ante la desesperación del desconocido, quien se revolvió entre los
brazos de los cuatro soldados que lo custodiaban, al tiempo que lanzaba un
juramento en una lengua desconocida para todos; y casi consigue zafarse de ellos
hasta que le dejaron inconsciente con un golpe en la nuca.
―¿Quién
era el encargado de su custodia? –bramó el jefe, a continuación mientras las
dos féminas morían en mis brazos.
―Yo,
mi señor.
Se presentó dando un paso adelante un
soldado de mediana altura y fuerte complexión, pero que estaba lívido y
temblando, no sin motivo, porque acto seguido Sinjoro le sesgó el cuello con la
sangrante espada, al tiempo que amenazó a todos los concurrentes.
―Si
no era capaz de registrar a fondo a una indefensa mujer, mucho menos me valdría
como soldado. Estoy rodeado de ineptos por todas partes. No puede quedar así
este ultraje –prosiguió el bárbaro–. ¡Matad a todos menos a dos viejos y quemad
todo el poblado! Que los supervivientes cuenten al resto del mundo el fin que
le espera a todo aquel que ose rebelarse contra mí.
Nunca me habían gustado estas
exhibiciones de fuerza fatua con el vencido, y en esta ocasión mucho menos por
la tragedia que acababa de contemplar sin mover un dedo, a medias por fidelidad
y a medias por miedo hacia el Jefe Supremo. No pude sino alejarme de la infame
masacre y dirigirme hacia el río Nórit a lavarme la sangre de las dos inocentes
que murieron en mis brazos. Mi desasosiego no me dejó olvidar la belleza de la
mujer y la que se adivinaba en la hija, y, por primera vez en largo tiempo,
dejé de lado mis intereses en movimientos de ataque y de defensa en la luchas,
de armamento con el que alcanzar el éxito en las contiendas, las vestimentas
defensivas más apropiadas y, en definitiva, en la exhibición de músculo más o
menos varonil; para fijarme en el reflejo que me devolvía la límpida y
tranquila corriente de agua para compararme esta vez como mujer.
Estaba claro que no podía competir con
la beldad de la difunta, pero en esta ocasión, presté atención a mi feminidad,
ya que miento, si no me puedo considerar más afortunada que muchas otras, pero admitiendo
que mi belleza no era la que acostumbran a verse en las mujeres de estas
tierras. Mi largo pelo moreno y liso, encorsetado en una coleta y recogida
durante las refriegas en un moño bajo mi nuca y protegido por el arnés superior,
para que no me molestase durante el combate; dejaba libre a la vista mi largo y
estilizado cuello que se remata en un rostro perfilado, en donde sobresalían
mis grandes y almendrados ojos negros, que acaban dentro de una cuenca rasgada
hacia el exterior, herencia de mi origen del Ocaso, en las lejanas tierras en
donde vemos que se pone el sol todas las jornadas. Una nariz fina y
proporcionada y una amplia boca de blanquecinos dientes y carnosos labios,
conformaban el resto de una cara, rematada por un cutis color aceituna
acentuado por el moreno de mi vida a la intemperie.
Tzara vista por sí misma |
Eso sí, si yo era derrotada en belleza
y dulzura, no había asomo de comparación en cuento a mi cuerpo. Mientras ella
era el prototipo de matrona cuyo único cometido en la vida era perpetuar la
especie y cuidar el bienestar de su hombre, mi físico se tuvo que adaptar al de
la vida de los hombres. Mi cuerpo era proporcionado, destacando unas largas
piernas acostumbradas, en relación con su musculatura, al ejercicio físico y al
esfuerzo continuo. También mis brazos habían soportado un duro entrenamiento,
pero en vez de destinado a coger musculatura para aumentar la fuerza, ejercitado
en la agilidad y la resistencia. Esta desventaja la había suplido con el manejo
conjunto de dos espadas: Glavo, la espada recta que me gustaba decir que
representaba la vida, y Scimitar, la curvada que simbolizaba la muerte, gracias
a mi mentor en el arte de la guerra, Sinjoro, que me había rescatado de los
brazos de mi padre moribundo cuando yo todavía no había cumplido mi primer
Ciclo Solar ya que tenía pocas Lunas de vida. Mi ya olvidado progenitor me
había cuidado hasta entonces, después de haber perdido a mi madre por unas
fiebres. La única parte de mi cuerpo que no estaba adaptada para la lucha eran
mis generosos pechos de los que muchas veces renegué porque me dificultan la
lucha con ambas espadas, pero me sentía orgullosa de ellos porque me daban
ventaja con los hombres en otras lides alejadas de lo guerrero.
Me
sacaron de mi ensimismamiento el relincho de un impresionante caballo negro,
Babucem, a cuya grupa cabalgaba el no menos imponente Sinjoro, que con su
acostumbrada rudeza me reconvino:
―Vamos
Tzara, no podemos quedarnos eternamente a la intemperie, y aquí hemos acabado
ya con nuestro cometido.
―Me
prometiste que no utilizaríamos la violencia y la fuerza contra la población
indefensa después de la rendición –me salió este reproche que podía parecer que
ponía en duda mi fidelidad.
―Ya
sabes que mi persona es intocable, mis hombres hace tiempo que ya aprendieron
que no me puedo permitir ningún tipo de ofensa, venga de quien venga. Te he
dicho siempre que la autoridad se basa en el miedo, tanto entre las huestes del
enemigo, como en el subordinado más aguerrido. No podía dejar pasar impune esa
ofensa.
―Aunque
viniera de una mujer cautiva e indefensa –le respondí con dureza.
―¡Me
hubiera gustado que probaras las afiladas uñas que clavó en mi brazo!
―Aún
así, no me gusta –ya mucho más calmada por la resignación de encontrarme ante
su presencia.
―Nada
se hace por gusto en esta época de incertidumbre. ¡Es lo que hay! Nos vamos ya
─yo era la única persona, junto a Sajodem, que tenía
la potestad de contradecirle sin recibir ningún daño.
―Sí,
Sinjoro. Tenéis razón, ¡como siempre! Debemos marchar. Pero permitid mi osadía,
¿por qué no acabáis también con la agonía de ese noble guerrero?
―¡Ya
está todo dicho, Tzara! Ha acabado con tres buenos soldados... Hasta que
descubramos su nombre, nos lo llevaremos cargado de cadenas, para que se
acuerde siempre de esta jornada. ¡Nunca se sabe si puede sernos útil! ¡Está en
deuda conmigo! Cuando me la pague, yo mismo acabaré con su vida.
―¿Qué
más te da su nombre? Yo creo que ya ha pagado un alto precio. ¡Acaba con su
sufrimiento!
No obtuve ninguna respuesta puesto que
volvió la grupa e inició el repliegue a El Refugio y yo no tuve más remedio que
seguirle y no hablé con él nuevamente hasta tres jornadas después.
Nota del Traductor: Las ilustraciones que aparecen son cortesía de mi cara amiga, poetisa y pintora, Rita Turza, gracias por compartir tu arte en mi traducción.
Asimismo, la canción que se canta es cortesía, a su vez de José Carlos Molina, alma mater del grupo de rock, Ñu, que bien pudieran haber inventado los habitantes de la Comarca. Si no lo has oído nunca, ya está tardando.
Si quieres conocer el resto de la historia, see ruega comentarios a favor y en contra para verificar la posible publicación del libro si crea la suficiente expectación.
No olvides comentárselo a todo pichigato que le pueda interesar.
¡Léete el capítulo! ¡Anímate a escribir un comentario!
Cada 50 comentarios que pongan su nombre, sortearé un libro que regalaré al afortunado.
¡Léete el capítulo! ¡Anímate a escribir un comentario!
Cada 50 comentarios que pongan su nombre, sortearé un libro que regalaré al afortunado.
Buen arranque, brusco e intempestivo, como debe ser para quedar ansioso de más. Espero y deseo llegar a conocer la historia completa de Tzara.
ResponderEliminarEnhorabuena al autor.
Gracias por el comentario a todos. Sólo me gustaría de los anónimos saber su nombre o alias para hacerme una idea de quiénes sois.
EliminarBuen comienzo que deja con ganas de mas. Espero impaciente el resto del relato. Felicidades.
ResponderEliminarGracias por el comentario a todos. Sólo me gustaría de los anónimos saber su nombre para hacerme una idea de quiénes sois.
EliminarEl primer capítulo es espectacular, deja con la miel en los labios y con ganas de saber más de Tzara y todo su mundo.
ResponderEliminarAvecino un éxito trepidante y va ser un placer y un lujo poder verlo con mis ojos.
Esperamos con ansia el 2º capítulo.
Besos.
Buena prosa, a veces aspera como el ambiente que describe, a veces reposada preparandonos para una larga aventura.
ResponderEliminarHemos de ver la continuación...
Gracias por el comentario a todos. Sólo me gustaría de los anónimos saber su nombre para hacerme una idea de quiénes sois.
EliminarMuy buen comienzo, espero que continúe tan emocionante como lo está siendo. Muchos éxitos al autor por su gran talento.
ResponderEliminarGracias por el comentario a todos. Sólo me gustaría de los anónimos saber su nombre para hacerme una idea de quiénes sois.
EliminarUna historia atrapante. Espero con ansia continuar leyendo otros capítulos.
ResponderEliminarÉxitos!!!
Espero que sea pronto. Graicas por el comentario.
ResponderEliminarAmigo mio este comentario es para comunicarte que te he nominado para los premios Black Wolf Blogger Award, un premio que se da entre bloggeros reconociendo la calidad y el trabajo de otros compañaeros. Si aceptas la nominación las bases están en la entrada de hoy 25/3 de mi blog.
ResponderEliminarBesos.
Aitor, soy Eva Zamora, la madrileña amiga de Rita que este fin de semana ha tenido el placer de conocerte en persona. Al igual que Rita, yo también te he nominado a los premios Black Wolf Blogger Award. Espero que aceptes la nominación. Las bases se encuentran en mi blog:evazamora72.blogspot.com.es Un saludo muy fuerte.
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