Renegado. El Oso
Novela épica ecologista
Después de tanto tiempo esperándolo,
este momento ya ha llegado y ha merecido la pena la espera. Ya llevaba bastante
tiempo dándole largas a TZARA, SINJORO y, sobre todo, a los cansinos ROTEREM Y
TORNAMEM, que me preguntaban cuándo se iban a publicar sus andanzas, que
andaban un poco justos de dinero y ya nadie les fiaba para poder seguir
bebiendo.
Los amigos de Entrelíneas están
colocando las últimas imágenes en su sitio para mandar el texto a la imprenta y
ya poder tenerlo entre las manos. Mientras tanto, yo estoy preparando sendas presentaciones,
una doméstica en el “Insti”, con mis alumnos y colegas (permitirme la licencia)
que todavía no tiene día señalado; y la oficial en Logroño el miércoles 29 de
junio, desde las siete y media, en el Ateneo Riojano.
Para hacer boca, os dejo el inicio del
segundo capítulo para que rabiéis un poco, que enseguida empezamos la aventura…
“Vivo en la montaña,
vivo en los suburbios,
no tengo nombre al que pueda atender
no tengo patria, tampoco bandera,
vivo siempre al margen de la ley.”
vivo en los suburbios,
no tengo nombre al que pueda atender
no tengo patria, tampoco bandera,
vivo siempre al margen de la ley.”
Ñu: “La
Boca del Infierno”, Réquiem,
2002
El camino de regreso a El Refugio, que
siempre utilizábamos después de los ataques para evitar un posible acoso de los
soldados del rey, fue muy pesado por la presencia de una pertinaz llovizna que
nos acompañó durante todo el trayecto. Durante el mismo, el desconocido siguió
sin pronunciar ninguna palabra, su mirada permanecía vacía como la bocana de un
pozo, y todos los músculos que anteriormente parecían pura tensión, ahora
estaban flácidos y más próximos a la muerte que a la vida. Ni tan siquiera
levantaba el brazo para sacudirse con el dorso de su mano la lluvia que le
castigaba los ojos, su pelo colgaba lacio sobre su frente y los rizos de su
cabellera eran ya un pálido recuerdo. Tan solo su boca denotaba cierta tensión,
pero era una tensión hacia abajo, mortecina, de desilusión, no hacia arriba,
anhelante, de rabia. Tampoco respondía ante los estímulos degradantes que le
lanzaban con frecuencia nuestros hombres, ni tan siquiera ante los castigos
físicos que inopinadamente recibía cada vez que parábamos a descansar o a
acampar. Ese antaño imponente cuerpo, se dejaba llevar en el fondo del carro de
los trofeos, apoyado en el respaldo y sentado con las piernas cruzadas y
flexionadas hacia su cuerpo.
La
carreta de los trofeos era la pieza principal de la comitiva viajera, que siempre
esperaba en retaguardia hasta el final de la batalla, para depositar en él lo
que se rapiñaba de los vencidos. En esta ocasión, el carro estaba casi vacío de
riqueza y lo ocupaban las herramientas de los canteros, de un valor mucho mayor
para los planes de Sinjoro, quien no había diseñado la incursión para acumular
caudales, mucho más cuando el ataque era sobre un pueblo eminentemente
agricultor, sino que perseguía un doble objetivo, uno declarado y otro oculto.
Por un lado, estaba la exigencia de mantener en forma a los guerreros y, por
otro, la necesidad de alentar la terrorífica leyenda, que nos rodeaba como un
aura, de los guerreros invisibles e invencibles, comandados por un gigante que
podía estar muerto. En cierta forma, a Sinjoro le había venido bien la
provocación de la madre para justificar la matanza de los habitantes de Orah,
porque el temible jefe quería mantener oculto el prosaico objetivo, ya que no
encajaba en la leyenda que se había forjado la necesidad de maestros canteros.
Tampoco
encajaba en el mito que nos rodeaba, la idea de un lugar de descanso para unas
hordas infernales, por lo que tampoco tenía un nombre propio, sino que nosotros
le dábamos el indefinido nombre de El Refugio. Una comitiva como la nuestra,
sólo podía entrar por un cerrado acantilado zigzagueante, cuyas paredes
verticales, como si hubieran sido cinceladas a posta, estaban huérfanas de
cualquier vegetación y sin ningún saliente en donde encaramarse, sino en su
cúspide, donde a cada lado siempre se arrellanaba un vigía fuera de la vista
del que cruzara por abajo. Para acceder a estos puestos de vigilancia solo
cabía arriesgarse por un estrecho sendero que arrancaba desde el valle
interior. Para descubrir El Refugio únicamente se podía hacerlo al final del
paso, porque desde afuera quedaba oculto a la vista; y a los dos pobres
pastores que se les ocurrió franquearlo, pagaron con su vida el descuido y sus
ovejas engrosaron la dieta de los soldados.
Y, y, y,... ¡eeesto es tooodo amigooos!
aitorh66
Y, y, y,... ¡eeesto es tooodo amigooos!
aitorh66
Que te puedo decir que no te haya dicho ya amigo. Tengo muchas ganas de tenerla ya en mis manos.
ResponderEliminarBesos.
Gracias... solo nos queda esperar.
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