DÉJÀ VU

En esta sección iré desgranando los artículos ya publicados en el pasado en diferentes publicaciones, difíciles de localizar y de recuperar por tratarse en muchos casos de revistas que ya nos han dejado.
    En primer lugar voy a recuperar un artículo publicado en el número 11 de la revistas publicada por el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza: Artigrama, que lleva por título...

LA CRITICA CINEMATOGRAFICA Y LA

HISTORIA DEL CINE A TRAVES DE LA

PRENSA ESPECIALIZADA 

Su resumen de publicación es el siguiente...

El artículo se inicia con las siguientes  reflexiones previas...
     A pesar de que la coincidencia con una fecha redonda para la conmemoración de un hecho concreto suscite un mayor interés general que otras intermedias, no quiere decir eso que otras personas no se hayan interesado por el mismo tema con anterioridad. Sino que se trata tan sólo de un indicativo de la confluencia de la inclinación recopiladora del hombre con su deseo de homenajear a los que en el pasado intervinieron significativamente en su desarrollo. Por eso, no es nuevo que en el ámbito cinematográfico se haya disparado el interés historiográfico gracias a la conmemoración de su primer centenario, como tampoco es menos cierto que este feliz acontecimiento deba ensombrecer la labor desempeñada entre medio por otros pioneros que contribuyeron a elevar al cinematógrafo a la categoría de arte que hoy ostenta.
    A lo largo de los cien años de su existencia y tras la primera etapa de conformación en las barracas, que a nivel artístico suponía un desprecio, incluso para sus propios inventores; el cinematógrafo de los hermanos Lumière fue ganándose a pulso el rango de arte (más en concreto el séptimo, como lo computara Canudo), tanto por su necesaria acogida por parte del público, como por la labor desempeñada por la crítica en la concienciación de ese público de que se encontraba más ante una manifestación del intelecto -con todo lo que de subjetivo conlleva- del hombre, que de un juguete técnico que se pasaría de moda. No habría de cumplirse el tercer lustro desde su invención cuando ya se publicaban las primeras revistas que iban a ocuparse de los asuntos cinematográficos, aunque claro está con la consiguiente dependencia de un arte, en aquel entonces, mayor: el teatro; pero con el que guardaba una evidente correspondencia formal y temática. A pesar de que estas primeras publicaciones se limitasen a la reproducción de los argumentos de las películas y no se tratase en puridad de crítica cinematográfica como hoy la entendemos, es de resaltar esta precocidad, incluso en una España tradicionalmente lenta para adoptar lo nuevo.
       De este modo, la crítica cinematográfica avanza a la par que el propio cine, alcanzando la mayoría de edad al mismo tiempo que el objeto de su crítica: de igual forma que el cine va desligándose de su concomitancia con el teatro, expresado en la creación de sus propios salones de explotación, la crítica cinematográfica también se independiza del patrocinio teatral contando con el abrigo de una prensa especializada que se rige por sus propios parámetros. No obstante, aunque la actividad de la crítica no sea sinónino de historiografía, sí serán los críticos los primeros que la han de cultivar (como derivación lógica de su actividad) al transcurrir el tiempo necesario para que el séptimo arte vaya quemando sus etapas... hasta que alguien sienta la necesidad de hacer un repaso de su corta, pero fructífera, historia.
     En España, este equilibrio entre la crítica cinematográfica y la Historia del cine a través de la prensa especializada se consigue por vez primera durante la Segunda República, a la par de la consolidación en la península de una verdadera industria cinematográfica que compite en las páginas de las revistas con la colonización extranjera. Por ello, la labor a desempeñar en España por el crítico-historiador, ya sea en las propias revistas o en forma de libro, es de vital importancia para el desarrollo de una industria cinematográfica como la española, tanto como guardián de la calidad, en su papel de crítico; como conservador de su memoria, en su rol de historiador. Así, queriendo hacer yo también un poco de Historia y por tratarse de un periodo de estudio objeto de mis desvelos, me centraré con motivo del Centenario del Cine español en esta etapa republicana de tanteo y conformación de una industria y de su crítica e historiografía subsidiarias. 

Por último, dejo el enlace para quien quiera recuperarlo completo como lo ha publicado en internet la propia revista...

¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz 

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En  una jornadas sobre el guionista riojano Rafael Azcona se proyectaron varias películas precedidas de una presentación. Este texto es la presentación que yo realicé sobre la película dirigida por Carlos Saura La madriguera.

Azcona / Saura: La madriguera.


Carlos Saura nace en Huesca en enero del 32. En Madrid, cursa bachillerato e Ingeniería Industrial. En los años 50, se dedica profesionalmente a la fotografía. En el 53 ingresa en el Instituto de Investigaciones y Experiencias cinematográficas y se diploma como director en el curso 1956-57. Sorprende a la crítica con su corto Cuenca. Pero en 1960 sorprende más todavía con su primer largometraje Los golfos. Su posterior film Llanto por un bandido, sería un breve paréntesis de preparación para su nueva etapa creadora de la mano del productor Elías Querejeta, que se prolongará a lo largo de 13 películas. La caza (1965, Oso de Plata en el Festival de Berlín), significó el inicio de una obra coherente a nivel ideológico de hondo contenido crítico-político. Saura comenzaba a ser un cineasta importante.


    Rafael Azcona, lejos del humorismo que había presidido sus relaciones anteriores con directores como Berlanga o Ferreri, en la realización de auténticos esperpentos cinematográficos, de perfecta consonancia valleinclanesca, entrará en el mundo de lo serio de la mano del aragonés Carlos Saura, pero lo hará en primera instancia como mero profesional del guión. 




    Si hemos de hacer caso al propio Saura, Azcona tomará un primer contacto en 1967 con un guión de Pippermint Frappé ya pergeñado por su director y por Angelino Pons, en el que el guionista riojano actuará como afinador de un material ajeno que no le pertenece en su génesis. Con lo que Azcona pone toda su ciencia en reordenar el material, modificar la estructura y cortar lo superfluo, aunque no se le permite amoldarlo a su mundo personal. No obstante, el material que, bajo el incomparable marco de la tamborrada de Calanda, le ofrece Saura a Azcona  sobre la fijación del protagonista por la imagen imperdurable de la mujer como "obscuro objeto de deseo" que ni la propia muerte puede quebrar, es perfectamente asumible por un Azcona que al aportar coherencia enriquece dicho material propuesto.

    Con similar cometido abordará Azcona su segunda colaboración con Saura para la gestación de la película que nos ocupa esta tarde: La madriguera. Azcona será solicitado en el verano de 1968 nuevamente por Saura para dar forma definitiva a un guión gestado por el director con la ayuda de las vivencias y la experiencia de la actriz-fetiche del cine primero de Saura: Geraldin Chaplin, protagonista y co-guionista del film. En esta ocasión, Azcona tendrá alguna posibilidad mayor de hacer imperar su criterio, al re-elaborar
conjuntamente el guión de la cinta, que será definido por el propio director como "un trabajo perfecto de colaboración entre tres personas".


    A partir de La madriguera, la interrelación entre Saura y Azcona abarcará ya la gestación, desarrollo y redacción definitiva del guión en las tres siguientes películas de Saura, en las que cabrán las particularidades de los mundos creativos de ambos: guionista y director, que se complementarán a la perfección por su afinidad pero manteniendo sus pautas diferenciadoras.

    Con El jardín de las delicias abordarán Saura y Azcona en 1970 la contradicción de la pérdida de memoria del protagonista con la reconstrucción de su pasado por parte de la familia con el egoísta fin de que recuerde el número de la cuenta de Suiza en donde tiene el dinero que todos ambicionan. Dos años más tarde, en Ana y los lobos llevarán hasta el límite la creación de personajes-símbolo que funcionan como tales dentro del film, en donde la mujer reprime los sueños de los tres varones, que al final se liberarán de este yugo cuando ésta desaparece. Por último, en 1973 pergeñan en La prima Angélica una nueva vuelta al pasado a través del viaje del protagonista de Barcelona a Segovia llevando los restos de su madre, en donde se reencontrará con una infancia que le recordará la derrota colectiva en la guerra civil de la parte de España a la que pertenecía, pero también el primer amor hacia su prima Angélica que todavía vive y que sufre su propia derrota a pesar de haber permanecido en el bando de los ganadores.

    Con estos cinco títulos Saura parece asumir el magisterio en el guión de Azcona, y a partir de aquí el director firmará en solitario películas tan importantes en su filmografía como Cría cuervos (1975), Elisa, vida mía (1977), o Los ojos vendados (1978). De este modo, habrá que esperar hasta 1990 y gracias al productor Andrés Vicente Gómez para encontrarnos con una postrera unión entre Saura y Azcona en la realización de la más conocida y reciente ¡Ay, Carmela!, que constituye definitivamente su última colaboración.

    Este es el contexto de la relación entre un director importante en el cine español, Carlos Saura, y un fructífero guionista, Rafael Azcona, página dorada de la cinematografía nacional y que vino a nacer en la Rioja hace 70 años. Pero volviendo a la película que nos ocupa, La madriguera, no voy largar la sinopsis de una película que vamos a ver a continuación porque sería un acto superfluo y ridículo por mi parte, pero sí quiero adelantar una triple dicotomía que, en mi opinión, hace avanzar la acción de esta película en particular, pero que se repite en la filmografía de Saura, con la obsesión propia de cualquiera de sus personajes, sin que necesariamente sea asumida por Azcona en su totalidad, sino como reflejo de la afinidad de sus propios mundos artísticos:

    La dicotomía entre el juego y la apariencia: En este sentido, son significativas las declaraciones del propio Saura en diciembre de 1979, en el número 69 de la revista de cine Dirigido por, a la afirmación de que "en todas tus películas existe un cierto transformismo: ropas viejas encontradas en arcones, personas que se visten con ropas de otras, etc". A lo cual responde: 
    - "Es cierto. No te podría explicar porqué, ya que ni yo mismo lo sé. Yo tengo mucho sentido del juego, creo mucho en lo lúdico de la vida. Me fascina mucho el hecho de que cada uno de nosotros, somos nosotros y otras muchas personas. Me atrae la duplicidad de rostros, de formas, la transformación. Pero no soy capaz de explicarlo. Como me atrae mucho el teatro. Pero el teatro en el cine, ojo, porque el teatro en un escenario no me interesa nada. En el actor existe esa duplicidad de que te hablaba. Siempre es él mismo, y a la vez siempre interpreta a alguien.
    "Además, el transformismo responde a viejas imágenes de la infancia. Por eso me fascinan tanto los desvanes, esos desvanes enormes y llenos de misterios que había en las casas de provincias y en los pueblos. En los desvanes lo que yo veo es la posibilidad de encontrar cosas, cuadernos, libros, algo que yo hice por ejemplo en La prima Angélica. Me fascina mucho, pero no te sabría explicar más.
    "También habría que tener en cuenta el carácter multifacético de las mujeres, que como personajes a analizar, son siempre mucho más ricas que el hombre. Las mujeres se intercambian vestidos, peinados, les encanta al juego de la transformación. Y a mí me gusta ser espectador de esta transformación."

    En el caso de
La madriguera el juego presidirá toda la película, la transformación a la que alude Saura será realizada por los dos personajes centrales, Teresa y Pedro (el resto bien podían haber sido eliminados como hizo en 1973 Mankiewitz en La huella), y en un único escenario, su casa de las afueras de Madrid que constituye para ellos la madriguera del título. Mientras que la apariencia consistirá en la reconstrucción punto por punto de la vida de Teresa, pero desde su óptica femenina, no desde la marcadamente machista que hasta ese momento había presidido su vida en pareja.

    La dicotomía entre la decadencia y la muerte: Aunque no se hace ninguna referencia explícita sobre la guerra civil, La madriguera no deja de ser la radiografía de la burguesía triunfante (que retratará progresivamente con mayor explicitez en posteriores películas), pero que, una vez superados los fastos de la primera parte de la dictadura, se sabe en decadencia por su falta de valores. Una burguesía que, aun todavía dominante se siente derrotada y sin expectativas, cuya única salida la constituye la liberación de la muerte.

    La dicotomía entre el pasado y el presente: En el cine de Saura, el pasado siempre se reconstruye a través de la memoria, pero nunca desde el punto de vista colectivo de un narrador omnisciente, sino desde la visión individual de uno de sus personajes, que en el presente recuerda deslabazadamente a través de los objetos y de las situaciones similares que se repiten en el tiempo y que a él le ha marcado hondamente en su vida. Lo trágico de sus personajes, y por tanto de la sociedad de su tiempo, es que el presente obsesivo no tiene ningún tipo de futuro, y además, es imposible dar marcha atrás, para intentar, como la Teresa de La madriguera, modificar el pasado dando un sentido nuevo al presente para labrarse un futuro, por lo que casi todas las películas de Saura de esta época han de acabar en una catarsis trágica.

Todas las fotografías están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada.

¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz

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ULARGUI Y NEVILLE: LA OPORTUNIDAD APROVECHADA POR UN DIRECTOR EN FORMACIÓN





 
Todo el mundo ha acertado al destacar el costumbrismo y el casticismo que caracteriza el cine de Edgar Neville de postguerra, pero estos dos sentimientos habían tenido que arrancar necesariamente mucho antes, durante la República, ya que me niego a creer que surgieran en Neville durante el franquismo. En mi opinión, tuvo que guarecerse en ellos a tenor del depauperado horizonte del cine de los años cuarenta,en el que sólo se podía seguir la triple senda del folklorismo forjado con anterioridad a la guerra y repetido después hasta la saciedad, del grandilocuismo histórico-político surgido con el nuevo régimen, o la de la adaptación literaria. Si el primer camino nunca lo pisó, del segundo huyó inmediatamente tras unos primeros intentos, para refugiarse en la tercera vía no sin reparos, ya que huiría de los clásicos para adaptar novelas contemporáneas que se ajustasen a sus gustos o para adaptar sus propias obras de teatro. Pero hasta llegar al asentamiento definitivo de su estilo cinematográfico a partir de 1944 con La torre de los siete jorobados, Neville tuvo que realizar un largo aprendizaje vital y artístico, en el que intervino en tres ocasiones el productor riojano Saturnino Ulargui.

Con motivo del azaroso cambio en España del cine mudo al cine sonoro, a principios de 1930 el hasta entonces anónimo distribuidor del material Ufa y de la BIP, Saturnino Ulargui, se dio a conocer al mundillo cinematográfico patrio con la producción de La canción del día (Georges  
B. Samuelson, 1930), lanzada como “la primera película completamente hablada y sincronizada”, pero que no pasaría de un chapucero primer intento de cine sonoro en castellano, realizado apresuradamente en Londres por la limitación técnica patria pero con participación de elementos artísticos españoles. Esta precipitación sirvió de escarmiento a Ulargui a la hora de plantearse una segunda aventura productiva, ya que habrían de transcurrir más de cuatro años hasta que se decidiese de nuevo a financiar una nueva película, para cuando en la España republicana ya se había asentado definitivamente la industria cinematográfica sonora. Después de la guerra civil Ulargui aprovechará sus contactos en Alemania e Italia para consolidarse como productor por medio de una política de coproducciones en las que compartir gastos con otros capitalistas. Un apoyo que precipitará su ocaso, tras el cambio de signo de la guerra mundial, por su alienamiento con las industrias cinematográficas de las potencias del eje, hasta refugiarse de nuevo en la distribución hasta el final de sus días en 1952. 

Para la dirección de El malvado Carabel Ulargui contratará a Neville ya que su trayectoria hasta la fecha se ajustaba perfectamente al proyecto, al unir en su persona la doble cualidad de, por una parte, ser un escritor de similares características a las del  autor de la novela, Fernández Flórez, destacando ambos por el humorismo de sus obras, y, por otra, de contar con experiencia cinematográfica, cimentada en Hollywood de la mano de figuras como Charles Chaplin, aunque ésta no fuese muy amplia en el ámbito de la dirección. Así, si literariamente en la concepción del guión Neville era el indicado para adaptar la novela, también cinematográficamente a nivel de realización el novel director de largometrajes le posibilitaba al productor manipular el resultado final de su trabajo. Con el corto bagaje de su trabajo en las versiones múltiples hollywoodienses de inicios del sonoro y la realización en España del largo Yo quiero que me lleven a Hollywood (1931) y de los cortos Falso noticiario (1933) y Do, re, mi, fa, sol, la, si, o la vida de un tenor (1934); Neville se encontrará a finales de junio de 1935 dirigiendo El malvado Carabel para la Ufilms de Saturnino Ulargui. Lejos de los intereses que se le presupondrían a un aristócrata -no olvidemos que era conde de Berlanga de Duero-, las claves del universo nevilliano posterior ya se esbozaban en esta película, eso sí, un poco condicionadas de salida por el humorismo inherente al material de la novela de Fernández Flórez en que se basa y por el enfoque irónico en su tratamiento. En la película se describe un modesto ambiente del Madrid republicano. Éste rodea a un personaje vulgar, que en contra de su deseo tiene que revelarse sin éxito de su mediocridad yendo por una ruinosa senda delictiva. Tras ser despedido del trabajo por pedir un aumento de sueldo para casarse pasa de una vida anónima a la de delincuente, pero ante su propia inoperancia como caco vuelve a su medianía tras el happy end de ser readmitido en el trabajo aunque con menor sueldo.
Tanto Neville como Fernández Flórez proyectan que un personaje común y corriente como Amaro Carabel tenga que realizar actos para los que no está preparado, pero con el acierto de no sacarlo fuera de su ambiente. Esta circunstancia no acierta a verla Ulargui, quien se deja convencer por terceros e ingiere en la labor de Neville, como confesara el director a Marino Gómez Santos: "La adaptación de la estupenda novela de Fernández Flórez era buena, pero, desgraciadamente, en las productoras siempre hay quien opina de lo que no sabe, y convenció a Ulargui de la que la película ocurría entre gente pobre y que al público lo que le gustaban eran bailes, escotes y ambiente lujoso. Como yo no tenía autoridad, me obligaron a poner al final una secuencia con un baile en el Palace, que el sentó a la película como a un Cristo una pistola. Menos mal que los siete primeros rollos eran muy buenos.” De esta forma, los sucesivos escenarios de los "crímenes" del malvado y de su pareja en la pantalla serán infinitamente más lujosos de los que preveía la novela de Fernández Flórez, pero la impostura obligada por la actitud veleta del productor para contentar supuestamente al público será uno de los puntos más atacados por una crítica de la época muy atenta y poco receptiva de los desórdenes morales en los films. 

Esta desavenencia pudo alejar a Neville de la órbita de Ulargui, hasta que la necesidad surgida de la guerra civil volvió a unirles en la Roma de las coproducciones filofascistas. Cuando las condiciones para rodar en España no eran grandes y la aventura alemana ya se había clausurado, a Ulargui y Neville la posibilidad de hacerlo en Italia era para el primero una oportunidad de consolidarse como productor y para el segundo era una cuestión alimenticia; por lo que ambos se embarcaron entre el 18 de enero y el 30 de abril de 1941 en la realización de la versión española de una película de Pier Luigi Faraldo Sancta Maria, que en España se titularía más explícitamente como La Muchacha de Moscú. Tras la realización de tres documentales de propaganda y de otras dos películas en Italia, Edgar Neville aceptó el encargo de dirigir esta melodramática adaptación, muy alejada de su gusto por el humorismo, que no era otra cosa que un simplista alegato anticomunista. Claro está, no podrá quedar satisfecho con posterioridad por haber realizado "un espantoso folletín" como éste, aunque tuvo que cimentar su decisión en la necesidad de permanecer en activo a pesar de no hallar un trabajo a la medida deseada. Tampoco se le puede culpar por transigir con el maniqueísmo de un guión que se publicitó como "La lucha de dos ideologías y dos mundos resuelta por el triunfo de la fe y del amor", cuando las circunstancias sociales demandaban vehículos como éstos, enmarcados en la euforia por la guerra recién ganada en España y por la que se presagiaba victoriosa a emprender por Italia.
 La segunda guerra mundial anima a Neville a alejarse del país transalpino por haber tenido bastante con la contienda española, por lo que se decide a colaborar por tercera vez con Ulargui en una de la fuertes apuestas de éste para su recién constituida productora Ufisa. Bajo la común denominación de Canciones y en formato de cortometraje, Ulargui permitirá a José López Rubio, Claudio de la Torre y al propio Neville que pongan en imágenes, en el verano de 1941, una decena de famosas canciones de autores de renombre. Estos cortos -destinados a utilizarse como complementos en los programas- pueden considerarse como precursores de los modernos video-clips de hoy en día, pero por desgracia su ejemplo no cundió en la cinematografía española. En primer lugar,
eligiría Neville la adaptación de La Parrala, una archiconocida canción de Rafael de León y Xandro Valerio, con música del maestro Quiroga y ambientada en una taberna de puerto; para después en Verbena alejarse un poco de la directriz común a la serie y llevar la realización a su terreno con la plasmación de un argumento que se complementaba con letras de Valverde y León y música de Quiroga. En ambos cortos predomina el estilo melodramático que había cultivado Neville desde el estallido de la guerra civil, pero en el segundo se advierte un mayor acercamiento al universo que habrá de destacarlo como uno de los directores más personales de cine español.
Aunque no fuera estrenada en España la película de Tod Browning Freaks (La parada de los monstruos, 1932), es muy posible que Edgar Neville hubiera podido ver ésta durante su estancia norteamericana, antes de que cayera sobre la misma su condición de maldita; y que, incluso, la tuviera in mente a la hora de llevar a cabo para Ulargui la realización de Verbena.
Claro ésta, el conde de Berlanga de Duero impregnaría en el film su madrileñismo (eso sí, reconstruido en Barcelona) favorito. Con la realización de estos dos cortometrajes podrá olvidar Neville su poco satisfactoria experiencia de posguerra, en la que debía cantar a su pesar las gestas de los vencedores: "La película no trataba, como era costumbre allí en el año cuarenta y uno, de un tema épico o altamente 'educativo' o histórico-victorioso. Y digo histórico-victorioso porque todavía no he visto ninguna película en la que se describa la afrentosa derrota del país que la produce. Era una película corta, que tenía por objeto el hacer pasar un rato agradable a los espectadores y en la cual aparecía una mujer guapísima, como era Maruja Tomás, y una 'mima' extraordinaria como Amalia." Lejos de las grandes hazañas, su interés siempre había estado mucho más próximo a lo popular y a las tradiciones que lo sustentaban, al igual que estaba más cómodo impregnando a sus historias de humorismo que dotándolas de épica.
 Será ésta la inclinación que a partir de ahora inspirará con acierto -mayor en la parte artística que en la comercial, ya que nunca alcanzaría excesiva relevancia- su filmografía, en la que el Madrid tradicional adquiría su propio rol, como si se tratase de un protagonista más. Saturnino Ulargui permitirá a Neville reencontrarse con el Madrid típico de la feria y de la verbena, en el que centrar las peripecias vitales de las gentes que trabajaban en las barracas, motivada por una simple trama policiaca de chantaje, tampoco resuelta con demasiadas complicaciones. Su verdadera intención residirá en la descripción de este singular microcosmos del Madrid de la época. Neville no dejará su impronta directiva en la previsible historia pergeñada por Valverde y León, sino que centrará su interés en recreación de la atmósfera del ambiente de feria, en una primera parte descriptiva que se alejaba de los presupuestos de Ulargui para las Canciones
 Hay que hacer notar que lejos de la media de metraje de los anteriores, rayana en los veinte minutos, Verbena se prolongaba hasta la media hora de duración gracias al fresco madrileño que se componía en la película. Con lo que Neville negaba la tesis de su productor a la hora de emprender los cortos: desembarazar a los films de lo adicional e ir directo al asunto; y le mostraba que la solución residía en la búsqueda de un aderezo que fuese de calidad.
Si para Edgar Neville la relación con Saturnino Ulargui no constituyó su etapa más fructífera ni tampoco la más notable en cuanto a logros artísticos, no se la puede  obviar -claro está- y pensar que el estilo que tanto alabamos en sus películas posteriores surgiese de la noche a la mañana. El universo nevilliano se vislumbra en las producciones con Ulargui y se siembra en ellas la semilla del que será su futuro cine costumbrista. Como ocurriera ya en  El malvado Carabel, Neville cuenta en sus películas las cosas que les pasa a las personas humildes, a la vez que hace el retrato de su ambiente, humilde también. A continuación, introduce del exterior un factor realista que desequilibra el entorno del personaje -sin que éste lo desee- y que desencadena una acción alejada de la realidad anterior, casi mágica: Amaro Carabel se lanza sin escrúpulos a una vida delictiva que se supone llena de lujos empujado por la contingencia real de su despido. Pero, al final, todo vuelve al cauce normal de partida, mientras que el personaje afronta con resignación el resto de su anónima vida, que ya no se nos mostrará por la cámara, si bien lo que ha aprendido hará que lo haga con un poco más de optimismo. Este esquema, por supuesto, no siempre era obligatorio. La muchacha de Moscú, por su propia naturaleza de película alimenticia, no es el mejor aval para ver en ella los parámetros anteriormente descritos, cuando ni tan siquiera se dibujan las características que el cine Neville habrá de poseer; en su favor hay que reconocer como su más destacada contribución que, aun tratándose de una película de encargo, sirvió para que Ulargui volviera a fijarse en Neville y le permitiese rodar dos de las Canciones.
A pesar del escaso radio de acción que sus correspondientes metrajes posibilitaron, el espectador de 1942 pudo encontrarse con dos piezas en las que se presagiaba la peculiar forma de presentar Edgar Neville los ambientes. Lo de menos era la nimia acción que se desarrollaban en las mismas, obligada por las letras de las canciones, lo importante era que ambas rivalizaban en la fideligna presentación de unos ambientes peculiares: el de una taberna de puerto en  La Petenera  y el de una feria en  Verbena. Neville reconstruirá hasta el mínimo detalle estos dos espacios en los estudios Orphea Films de Barcelona, reproduciendo con el afán costumbrista que le caracteriza dos microcosmos que se salían de la normalidad del espectador. Por contra, el abigarrado escenario que se presentaba no confería a los personajes una vida grandiosa, sino que en estos seres de celuloide anidaban las mismas pasiones de andar por casa que regían para los hombres de carne y hueso, aunque para ellos supusiera todo un mundo. Dada la ausencia de mar en la capital de España, sólo en Verbena  Neville podrá aplicar su otra gran pasión: el Madrid de la primera mitad de siglo.
 En este Madrid castizo, que tanto le gustaba retratar una y otra vez en la mayor parte de sus películas, se radicaba la verbena en que ocurrían los acontecimientos, a la que Neville le confiere un protagonismo que iba más allá de la mera localización. La autenticidad que retrataba la cámara no emanaba del pretexto argumental, lo que del ambiente se describía era lo que hoy confiere valor al corto, ya tendrá tiempo Neville, más adelante y en sus mejores películas, para contar cosas interesantes de acuerdo al microcosmos en que las enmarcaba. Ésta debe ser la mayor contribución de Ulargui al universo nevilliano. Aunque no supiera aprovechar al máximo sus dotes innatas, cuando menos Ulargui proyectó a Neville a empresas más importantes, al darle la oportunidad de dar sus primeros pasos en la dirección y de ensayar la fórmula que luego habría de convertirlo en uno de los más destacados directores de nuestra postguerra. Vale.


Todas las fotografías están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada.


¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz

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En octubre de 2003 inicié con este artículo mi colaboración con la revista barcelonesa  El Cinéfilo de la mano de Jaime Cayuela, mi contacto en la publicación, que duró hasta que dejó de publicarse en castellano y sólo lo hizo en Catalán. Aquí y parafraseando el título de Kubrick, quise relacionar la película de Fritz Lang Los sobornados con un invento clave para el desarrollo argumental del cine policiaco, de gansters, como se decía antaño, o thriller, como lo llaman ahora:

 

¿TELÉFONO NEGRO?, VOLAMOS HACIA

LOS SOBORNADOS

Cartel en castellano
 
      Poco podía imaginar Graham Bell cuando por primera vez hablaba con su ayudante, a unos pocos metros de distancia y a través de su novedoso invento, que prácticamente veinte años más tarde dos hermanos habrían de patentar otro artilugio cuyos usuarios arramplarían con el suyo sin ningún rubor como fuente de inspiración para el desarrollo de sus ficciones. Así, teléfono y cinematógrafo han evolucionado a lo largo del siglo veinte hasta convertirse hoy en día en objetos imprescindibles: el primero insustituible a nivel funcional y el segundo universalizado como uno de los principales medios de entretenimiento. Por lo tanto, estamos ante sendos inventos cuyos principios técnicos no tienen ningún punto de contacto, pero que han conectado entre sí sin establecer ningún tipo de dependencia del uno con respecto al otro. No obstante, desde hace bastantes años es raro asistir a una película -exceptuando, claro está, las de época- en la que no salga ningún teléfono y, por contra, quién no ha quedado por teléfono con la novia o con un amigo para ir al cine. Con lo cual, se patentiza la perfecta cohabitación de dos avances técnicos de diferente naturaleza y dispar utilización en una sociedad rayana en el tercer milenio.
Título original en inglés

   No es extrañar que un género cinematográfico tan conectado con el propio siglo veinte como el cine negro, haya adoptado el teléfono como una de sus principales herramientas para el avance de la acción. Ocurra la mayoría de las veces de forma ocasional, unas indirectas y otras marcando enteramente su posterior desarrollo, como concibiera Alfred Hitchcock en North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), en donde el equivocado receptor de una llamada de teléfono se verá envuelto en la trama de una función para la que no tenía entrada. O suceda en las menos de forma intencionada, en las que el teléfono sea el hilo conductor imprescindible de la trama, como hiciera Michael Anderson en Calls (Llamada mortal, 1981), en donde los asesinatos se cometían a través de la línea telefónica. Es, por tanto, en el cine negro en donde este aparato más se imbuye en la trama y pasa a formar parte indisoluble con el celuloide. Esperemos que la nueva tecnología del teléfono móvil no rompan la simbiosis del invento (sobretodo por el juego que siempre ha dado la cabina, que se lo digan si no al desaforado José Luis López Vázquez) con el cine.
El gran José Luis López Vázquez
     Un perfecto compendio del juego narrativo que el teléfono desempeñó en la conformación de la sintaxis del cine negro, lo realizó Fritz Lang con The big heat (Los sobornados, 1953), en donde llego a contabilizar hasta trece llamadas de teléfono (sin contar con algunas otras citadas o en elipsis), que responden a dispares funciones más o menos pertinentes dentro del relato, sin las cuales no podría haber avanzado o no hubiera conservado su agilidad y parte de los valores que la película atesora hoy en día. 
Cartel original con el teléfono como protagonista
        No es un arranque tópico del cine negro el que se oiga un disparo, baje las escaleras una mujer y no se oiga el grito de ésta al ver a su marido que se ha suicidado, sino que fríamente se disponga a telefonear a no se sabe, de momento, quién; lo que muestra bien a las claras que no estamos ante una película cualquiera. El emisor y el receptor de esta primera llamada saben más que nosotros como espectadores y, sin explicarnos nada en concreto, nos ponen en guardia sobre una trama que se nos irá revelando paulatinamente y de la que no podremos salir hasta el final de la película. Se nos omite, por contra, la pertinente llamada a la policía por carecer de valor narrativo, ya que la investigación policial sólo es necesaria para la presentación del protagonista Dave Bannion (Glenn Ford) ya que no se encontrará la confesión del policía Tom Duncan, porque la oculta su mujer Berta (Jeanette Nolan).
El desencadenante de toda la acción
      Entre tanto llega la policía se muestra una segunda llamada telefónica en la que el sicario Vince Stone (Lee Marvin) recibe instrucciones de su jefe supremo Lagana, que en sí misma podría parecer algo superflua, de no ser porque en primer lugar posibilita al espectador contemplar la mítica aparición de su novia, la sugestiva Debby Marsh (Gloria Graham) tumbada en un sofá; para después mostrar el tenso ambiente en que conviven estos dos personajes y que habrá de explotar más adelante por la aparición en escena de Bannion. De la misma forma, la tercera llamada interrumpe la descripción del segundo ambiente doméstico que se contraponen en la película: la típica estampa de la vida familiar norteamericana del matrimonio Bannion; por la que se le comunica a Dave que el suicidio de Duncan no está tan claro por la aparición en escena de la amante del muerto, con la que tiene que contactar en night-clubThe Retreat”, otro de los ambientes cruciales de la película. Pero esta última llamada que interrumpe la tranquilidad de su hogar es la más crucial de la película por ser el comienzo de la espiral de violencia en que, a su pesar, se verá envuelto. Serán los demás personajes quienes se empeñen en ponerlo sobre la pista adecuada, los gansters al matar a la novia del suicida (enterándose por una variante del teléfono, el teletipo) y los policías corruptos al recriminarle su visita a la viuda.
Glenn Ford con la cabina en el bar al fondo
     La cuarta llamada, aunque hace avanzar la trama, se convierte principalmente en una maravillosa muestra de los diálogos típicos del cine negro clásico, una mezcla de doble sentido y cinismo alrededor de una cabina de teléfono entre Bannion y el camarero del club, Tierney (Peter Witney): Bannion "Hola amigo, ¿a quién llamaba?” Tierney. “A mi madre (cierra la puerta y se pone muy farruco).” B. “¿Quiere que vayamos a la comisaría?” T. “No me asuste sargento... cinco minutos después de llegar allí será usted quien conteste a unas preguntas.” B. “Coja su chaqueta.” T. “Claro... sólo que alguien querrá saber por qué mete las narices en un caso del condado, por qué no deja de molestar a la gente, después de habérselo dicho ya una vez.” B. “Usted recibe pronto las noticias ¿no?” T. “Paloma mensajera especial... eh, ¿quiere todavía que le acompañe?” B. “Uf... No, hoy no, cuando tenga las preguntas suficientes para cerrar este asunto... dígaselo a su madre."
Tierney vs.Bannion
       Sin la ayuda de sus superiores, por miedo a perder la pensión, uno, o por soborno, el otro, estando el caso de la muerte de la amante en manos de la policía del condado y por sus erráticos resultados en la investigación de algo que él intuye muy gordo; Bannion está tan abatido al llegar a la tranquilidad de su hogar que no puede evitar derruir la comisaría que ha construido su hija jugando, una metáfora del derrumbe moral de su propia comisaría. Pero esta serenidad familiar resquebrajada, se tambaleará en esta misma escena por los insultos a su mujer y las amenazas proferidas en una quinta llamada telefónica, que funciona de nuevo como acicate de la acción ya que este factor externo precipitado por los gansters disipa las dudas de Bannion y le impelen a actuar; aunque también provocará el estallido definitivo de su vida hogareña con la trágica de la muerte de Katie (Jocelyn Brando). 
La única inocente, junta a su hija, de toda la historia
        En las pesquisas para encontrar al ejecutor material del asesinato de su esposa, Bannion pergeña una artimaña a través del teléfono al hacer llamar a su cuñado a “The Retreat” a una hora determinada preguntando por Larry, el esbirro de Stone, y poder así desenmascararlo. Esta sexta llamada es un recurso demasiado simple a nivel argumental para que funcione, pero que se emplea para poner en contacto por primera vez a Bannion, tanto con la violencia y el sadismo de Stone como con la sensualidad de una Debby que, además, se prendará del policía acompañándole hasta su hotel. Esta circunstancia sí que tendrá consecuencias definitivas para la trama porque inducirá a Stone al error de echarle el café a la cara a Debby. Lo cual justificará una séptima llamada del lugarteniente a su jefe Lagana, en la que éste último le conmina a matarla: "¿Cómo sabes que no le dijo nada? Debby ya no es sólo tu problema sino el nuestro... quiero estar seguro... pero que no la encuentren en ninguna carretera, que no la encuentren en ninguna parte." Pero ésta ya se les ha adelantado al escaparse del Comisionado corrupto y acudir a Bannion, quien la ocultará en su hotel, con lo que se nos muestra una octava llamada telefónica al recepcionista meramente circunstancial.
La Graham con mayúsculas
       Mientras Lagana y Stone pergeñan el secuestro de la hija de Bannion para que éste no hable, les interrumpe la llamada telefónica de la señora Duncan asustada porque el policía llama a su puerta. Su miedo no es infundado, porque la llegada de agentes corruptos, previamente avisados por Lagana, evita que Bannion la mate para que salgan a la luz los documentos de la corruptela que su marido guardaba y desenmascarar la organización. Esta novena llamada le sirve a los guionista para salvar a su protagonista de que cruce la línea del delito y no se equipare con Stone, como le señala Debby. Lo que Bannion no ha podido hacer por escrúpulos morales para no ponerse a la misma altura de Stone, será, de nuevo, otra persona quien lo realizará, en este caso Debby, por una mezcla de redención y venganza por la desfiguración de su rostro. La décima comunicación telefónica, en que su cuñada avisa a Bannion de que el relevo de la escolta que cuida a su hija no ha aparecido, es aprovechada por Debby para ir a la casa de la viuda. Mientras ésta última marca el número de Stone para que la recoja, alegando que la joven está enferma, Debby la mata al tiempo que le espeta que: “Jamás en mi vida me he sentido mejor." 
Graham, Ford y Lang en el rodaje
       Al impedirse esta undécima llamada y tras la muerte de la viuda Duncan que deja al descubierto los tejemanejes de la organización delictiva, el desenlace final de la película se precipitará por un sendero de violencia, del que la heroína tampoco estará exenta al pagar con su vida la venganza sobre Stone, al que le devuelve la moneda del café en la cara. Bannion no puede evitar que Debby sea abatida por las balas del sicario, pero aún tiene tiempo de hacer un último gesto por la muchacha llamando por teléfono a una ambulancia en medio del tiroteo con Stone. Puede parecer esta duodécima llamada un gesto innecesario cuando uno está inmerso en una balasera, pero tiene una doble justificación a nivel argumental y del guión: en el personaje masculino se manifiesta su aprecio (o amor, como se prefiera) por el heroísmo de Debby, y para los guionistas posibilita la escena (para que lucimiento de la actriz) de la muerte de esta última en brazos del policía.
El gran Fritz Lang
      En última instancia, la escena final de la reincorporación de Bannion al trabajo podría ser perfectamente la inicial de una segunda parte de la película. Nada más sentarse en su mesa, sacar el letrero con su nombre y pedir un café, el timbre del teléfono le devuelve a la cruda realidad de su profesión al proferir las palabras mágicas: "asesinato en la calle sur". Sin ningún asomo de resignación coge su sombrero y pide al compañero: "mantén el café caliente, Hugo", para salir de nuevo a la calle. La decimotercera llamada de teléfono le reincorpora de nuevo al trabajo como si nada hubiera ocurrido, cuando desde la primera llamada hasta la última han sucedido un montón de cosas que han marcado su existencia para siempre: se frustra su matrimonio y su posible reconstrucción, pero él lo acepta como parte del trabajo, gafes del oficio para el deleite nuestro como espectadores cinematográficos.
La vida sigue igual


Todas las fotografías están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada.

¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz


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 En esta sección iré desgranando los artículos ya publicados en el pasado en diferentes publicaciones, difíciles de localizar y de recuperar por tratarse en muchos casos de revistas que ya nos han dejado. Siguiendo con mi colaboración con la revista barcelonesa  El Cinéfilo en noviembre de 2003, este trabajo a la sombra de otro de mayor envergadura sobre la figura de Saturnino Ulargui, trabaja con las manipulaciones propias de los filmes de propaganda. De nuevo aprovecho un título de Eduardo Mendoza para el título:

LA VERDAD SOBRE EL CASO “ALCÁZAR”

 

El cartel publicitario
      Entre el 21 de julio y el 28 de septiembre de 1936 las tropas republicanas asediaron durante 72 días en el Alcázar de Toledo a un contingente de militares nacionalistas pertenecientes a la Academia militar sita en dicha fortaleza, siendo liberados tras la toma de Toledo por parte del general Varela. Este primer jalón nacionalista de la guerra civil, tácticamente buscado por Franco, era terreno abonado para una adaptación cinematográfica que no habría de hacerse esperar. La Fox intentará fallidamente poner en pie el proyecto con Henry King sin dejar transcurrir un año, mientras que el dramaturgo Eduardo Marquina registrará al terminar la contienda en la propiedad intelectual un argumento titulado El Alcázar de Toledo. Una lanza por España. Pero serán en definitiva los hermanos italianos Bassoli y el español Saturnino Ulargui quienes producirán en 1939 Sin novedad en el Alcázar, un film italiano dirigido por Augusto Genina que en España rápidamente el nuevo régimen acogería como propio y como modelo a seguir por una futura producción nacional.
El productor riojano Saturnino Ulargui
       Dada la imposibilidad real por el momento de producir películas en esta España victoriosa, en las nuevas autoridades se veía con buenos ojos la posibilidad de emplear a los elementos cinematográficos españoles en coproducciones con sus aliados alemanes e italianos. Pero será en esta película en donde mejor confluirían los intereses de los productores y los deseos del nuevo orden para legitimar el alzamiento. No seré yo quien reproche esta lícita legitimación (interpuesta por sus aliados transalpinos) para hacer cumplir el viejo aforismo de que la historia la escriben los ganadores, pero que en nuestra España democrática de hoy en día no se ha visto cumplido, en otra derrota más de los vencedores del 36. Pero independientemente de la carga ideológica y de lo cercano que nos puedan resultar los hechos, la película en sí misma no es mala ni mucho menos, porque la pericia de su realizador le llevó a enfocar el tema desde elementos prestados de otros géneros.
Foto de los componentes del rodaje
      Condicionados por la necesidad de rodar la película tanto en Italia como en España, los productores transalpinos involucraron en la misma, en régimen de coproducción, a elementos españoles con fuertes contactos en ambos países, una función que cumplimentaba perfectamente el productor riojano Saturnino Ulargui, ya que mantenía buenos lazos con el nuevo gobierno nacional a la vez que, después de su primera aventura alemana en la Hispano Film Produktion, había iniciado una serie de proyectos en suelo italiano por las facilidades que éste le proporcionaba hasta que se restableciera la normalidad productiva peninsular. De la misma forma, también fue vital para la conformación definitiva del film la ayuda de una fuente española de primera mano, la del propio general Moscardó, quien desde julio de 1939 asesoraría al realizador en los numerosos viajes de éste a España y sugeriría, además, el enfoque del argumento desde el punto de vista de la frase que se le atribuye al general a la hora de entregarle a Varela la ciudadela y que parafraseaba el alegato pacifista de Erich María Remarque Sin novedad en el frente. El rodaje de Sin novedad en el Alcázar se hizo a caballo entre España, para la captación de los exteriores, e Italia, en donde se llevaron a cabo los interiores y la mayor parte del corpus narrativo, utilizando para ello los cumplidísimos estudios de Cinecittà. Si hay que hacer caso a la publicidad de la época, la película alcanzaría un costo de 12 millones de pesetas. La película en su versión italiana, intitulada L'Assedio dell'Alcazar, tuvo una buena repercusión internacional gracias a que fuera reconocida en la VIII Bienal de Venecia de 1940 con la Copa Mussolini, un galardón con todas las reservas por lo amañado de la mostra en tiempos del Duce. Como anécdota curiosa, desconocida en España en su momento, la versión a estrenar en los cines italianos difería ligeramente en el final de la que se verificó en los españoles, al permitirse los productores la licencia histórica de que la liberación de los asediados fuese lograda por las tropas italianas y no por las del general Varela, como efectivamente ocurrió.
Caricatura de Ulargui de antes de la guerra
       Como no podía ser de otra forma, el estreno español fue todo un acontecimiento para el nuevo régimen. Organizado por el Departamento de Cinematografía acudieron de rigurosa etiqueta y por invitación gran número de jerarcas atraídos por la naturaleza de una película que, aunque extranjera, era abrazada como propia por parte de un régimen necesitado de un apoyo propagandístico que favorecía el tema de la misma. Sin embargo, al público común le fue sustraída por la publicidad de la cinta su verdadera paternidad al ser adjetivada como "superproducción nacional." Al acto acudieron el Presidente de la Junta Política, los ministros de Asuntos Exteriores, Industria y Comercio, Educación Nacional y demás miembros del gobierno; así como representantes del Cuerpo diplomático, otros gerifaltes del Movimiento, autoridades militares, civiles y eclesiásticos; además de otros hombres señeros de las artes y de la cinematografía, que todos ellos compusieron (en el salón Avenida, engalanado para la ocasión con tapices y banderas nacionales y del Movimiento) un mosaico de uniformes de acuerdo con el argumento de Sin novedad en el Alcázar. Para no ser menos, la crítica del estreno fue unánime al considerarla como el perfecto modelo a seguir para la cinematografía española y, por lo tanto, ensalzándola, junto a su director, incondicionalmente por sus innumerables valores (mezclando fervor patriótico con valores artísticos), muchos de los cuales coincidían con los que el nuevo régimen pergeñaba como suyos y que la crítica, por convencimiento o por peligro de represalia, debía ponderar sobretodo en los casos, como éste, que trataban aspectos resultantes de la cruzada recién acabada.
Augusto Genina (dcha.) repasando el guión
     En cuanto a sus valores exclusivamente cinematográficos parto de la premisa de que la película no es interesante por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta su director, que consigue realizar un guiso apreciable gracias a préstamos temáticos, tanto históricos como de otros géneros cinematográficos, pero se olvida a posta de precisar algunas verdades que ponen entre comillas el engrandecimiento de los hechos que narró, que no fueron tan verídicos como quiso hacer ver. Hasta incluso las denostadas historias de amor tienen su interés, si atendemos a la opinión de Rémy Pithon[1] de que los personajes femeninos son arquetipos, tanto el de la desconsolada viuda que daba el visto bueno de la muerte de su marido por mor de la causa, como el de la casquivana que cambiaba su forma de actuar redimida por los actos de valentía que contemplaba a su alrededor. Si hubiera sido realizada por los estudios Fox, o estuviera ambientada en cualquier país exótico, en España la película se habría estrenado como otra más y ya nadie se acordaría de ella hasta que fuera revisada en cualquier televisión; pero por ocuparse de un tema tan nuestro, a la vez que espinoso, la cinta conserva todavía hoy en día su vigencia.
Los abyectos republicanos disparando impunemente
      La inexistencia en España de los fuertes tipo western está perfectamente suplida en la película por una fortaleza militar heredera directa de los castillos medievales, en donde se reemplaza la fungible madera por la sólida piedra. No obstante su utilización dramática es idéntica. Tanto Genina como las innumerables películas del oeste que todos hemos visto nos presentan un grupo de militares y civiles encerrados en este espacio reducido defendiéndose de un ataque enemigo muy sanguinario, y en espera del rescate a última hora (a la manera que inventara Griffith) por un séptimo de caballería encabezado por Varela; pero con la diferencia de matiz de que en el caso de Sin novedad en el Alcázar sus autores olvidaran mencionar el pequeño detalle de que la población civil toledana no estaba acogida por iniciativa propia sino retenida como rehén para evitar que la ofensiva republicana fuera más allá del asedio y no intensificaran los bombardeos sobre el Alcázar. En su descargo decir que las licencias históricas no son un invento del cine español de postguerra, sino moneda común en las películas ahistoricistas con que nos invaden los americanos y que en todo el mundo se han aceptado en aras del espectáculo que nos proporcionan a cambio.
    No acaban aquí las añagazas argumentales de la película, sino que asistimos a lo largo de todo su metraje a un compendio de lo más variado. De entre la más pura raigambre hispana, que pasarían luego al acervo del nuevo régimen, Genina presenta toda la cinta como una suerte de resistencia numantina (transmitida por cada una de las peripecias a que se enfrentan sus protagonistas y aderezada con el más difícil todavía circense) que luego no es tal porque los asediados acaban siendo salvados. Minutos antes, el director había expuesto en el lienzo de plata una escena directamente inspirada en otro asedio famoso, el de Granada, en donde presenta al general Moscardó como un renacido Guzmán el Bueno que también prefería el sacrificio a manos de los republicanos de su propio hijo antes que la rendición de la plaza; con la manipulación histórica de que éste último no murió a consecuencia del asedio sino en el frente. A parte del préstamo propio del western, Genina incluye dentro de una película eminentemente bélica otros componentes de géneros tan dispares como el melodrama, o las películas de fugas; con el condicionante en el primer caso de que las historias de amor eran poco probables entre asediados y rehenes, y la particularidad en el segundo de que se huye infructuosamente de un asedio y no de una prisión como viene al caso. Por si todos estos préstamos eran pocos, en declaraciones posteriores[2] el realizador italiano pretendió dotar a Sin novedad en el Alcázar con un nuevo contenido semántico sacado del cine, al comparar su film con El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin, 1925) de Eisenstein.
Momento de la apócrifa sentencia: "Sin novedad en el Alcázar"
      Sin novedad en el Alcázar se sostiene en el típico maniqueísmo entre buenos y malos de las películas de aventuras, y el que los milicianos sean malencarados y traicioneros es una de las convenciones que en otras películas hemos aceptamos todos como válidas: tanto la ferocidad de los indios contra los yanquis, como el salvajismo de los zulúes frente a los británicos, por poner dos ejemplos. La exageración de estas características puede que funcione a la perfección para acentuar la heroicidad de los protagonistas y aumentar la épica del género, pero no sirve a la hora de enfrentarnos, aquí y ahora, a la película ya que no es igual hacer una lectura historico-política de la misma que practicarle una valoración cinematográfica. Los espectadores de otros lares y ajenos a la contienda fratricida, o nosotros mismos si no la hubiéramos visto y nos la proyectaran sin referencias espacio-temporales, la recibiríamos como una cinta aceptable, bastante entretenida y hasta cierto punto emocionante. Pero para un espectador español, tanto el que pudo verla a su tiempo, influido por la retórica impuesta por los vencedores, como el que la haya contemplado años más tarde, alertado de la manipulación de los hechos; no puede pasar indiferente ante ella, como si se tratase de una película más de aventuras, por ocuparse de un tema tan próximo y espinoso de nuestra historia reciente. En definitiva, hoy en día pesa más en nuestro ánimo la trascendencia de los hechos historico-políticos que describe que los valores cinematográficos que pueda contener, lo cual perjudica notablemente a una película que podía haber pasado a la posteridad como un notable entretenimiento fílmico, y se ha quedado en un monumento a la manipulación por el peso de la historia y por un exceso de carga política de la que no se puede zafar de ningún modo.
Fotograma final de las ruinas de El Alcázar


[1].- “Cinéma Mussolinien et sujet franquiste: Le siège de L’Alcazar (L’Ássedio dell’Alcazar, 1939) de Augusto Genina”. En Cahiers de la Cinémathèque, núm. 21, Perpignan, 1977, pp. 48-55.

[2].- "Augusto Genina: Por qué he realizado 'Sin novedad en el Alcázar". En Primer Plano,  I-3, 3 de noviembre de 1940.

Algunas fotografías son de mi archivo personal, pero están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada y cualquiera tiene permiso para utilizarlas con el mismo ánimo.

¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz
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  En esta sección iré desgranando los artículos ya publicados en el pasado en diferentes publicaciones, difíciles de localizar y de recuperar por tratarse en muchos casos de revistas que ya nos han dejado. En esta ocasión, otro artículo de El Cinéfilo en publicado en enero de 2004 en el que hice un juego de crítica cinematográfica en defensa del cine con mayúsculas en términos jurídicos:
 

El Verdugo: ¡De mayor no quiero ser Programador Cinematográfico de Televisión!

 

¿La mejor película española de todos los tiempos?

                        ALEGATO FISCAL FINAL:
            Aún con el vivo recuerdo en mi memoria de su pase hace unos años por La 2 de buena parte de los films más significativos de los llamados genéricamente The Silent Years, pertenecientes a The Killiam Collection. Mi ánimo ha revivido una vez más la, cada vez más, generalizada adversión que en la programación televisiva produce toda película que no presente en la mayor parte de su metraje la más variada gama de los colores del arco Iris. Lo que se traduce inmediatamente, no ya sólo la (previsible, aunque nunca merecida) injusticia que se comete con las películas mudas, sino en gran medida en el rechazo que producen también las de blanco y negro. Pero vayamos por partes:
Carátula de la edición en video
                        PRIMERA PRUEBA:
            En primer lugar, celebro la poética denominación que Killiam, del que somos tan deudores, otorgó a este conjunto de películas recuperadas por él mismo, mas cuando nunca he sido muy partidario de llamarlas películas mudas sino como mera función distintiva de las sonoras, en la misma medida en que a las películas en blanco y negro prefiero agregarles el calificativo de fotografiadas. No obstante, tampoco el pretexto último de este escrito será el de colmar mis preferencias filológicas, sino que pretende advertir, tras unos años atrás plagados de conmemoraciones centenarias, del rechazo que produce en los programadores televisivos, tanto privados como asalariados al bífido ente estatal, este tipo de películas que no son tan marginales como se pretende, a pesar de que en gran medida el llamado "gran público" también las rechace inconscientemente.
El clásico soviético de Eisenstein - 1927
            En primera instancia, es de comprender el rechazo que las películas silenciosas producen en el subconsciente colectivo del público actual, porque aunque el cinema haya cumplido ya más de cien años, que lo convierte en un arte relativamente de corta existencia; este periodo de tiempo supera las expectativas media de vida de los seres humanos, por lo que se da la circunstancia de que muy pocos pueden enorgullecerse de haber asistido el estreno de estas películas, con lo que la añoranza por estas producciones es imperceptible en la creencia de que hoy en día tienen escaso valor cinematográfico. Por contra, es con el cambio de siglo cuando el cine silente debería tenerse más en cuenta para racionalizar la avalancha de efectos especiales que preside nuestro mundo cinegráfico, por cuanto los autores silenciosos se acercaron en su momento a la perfección en la consecución de un lenguaje cinemático puro expresado sólo en imágenes y sin la ayuda de la palabra (al minimizarse el número de rótulos, o en el caso de Der letzte mann -El último, 1924-, de Murnau, desaparecer por completo), con lo que ese cinema ya estaba más próximo a la poesía visual que al teatro como ocurría en su origen.
El arte mudo en su mayor expresión,
contar uns película sin rótulos
            A pesar de la opinión de los programadores televisivos y en contra de las supuestas predilecciones que según ellos deben tener todos los espectadores, me pregunto qué tiene de malo que se pueda programar en prime time films de la envergadura de Nosferatu, eine synphonie des grauens (Nosferatu, 1922) de Murnau, de Intolerance, Love's Struggle Throughout the Ages (Intolerancia, la lucha del amor a través de los tiempos, 1916) de Griffith, de Metrópolis de Lang, de Greed (Avaricia, 1923) de Stroheim, de The Thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad, 1924) de Walsh, de La aldea maldita (1930) de Florián Rey... hasta incluso de Bronenosets Potiomkin (El acorazado Potemkin, 1925) de Eisenstein; sólo porque el acetato original no contenga una banda de sonido las cadenas de televisión tiene que huir de la emisión de estas producciones que han sido unánimemente consideradas como obras maestras, cuando en una interesante velada (idea que cedo gratuitamente, porque hoy me siento generoso) su pase podría acompañarse, a imagen y semejanza de lo que se practicaba en la época de su estreno, con la partitura original de la misma -u otra composición preparada a tal efecto-, a cargo de una orquesta sinfónica, con lo que se matarían culturalmente dos pájaros de un mismo tiro. Como sé que mi propuesta caerá en saco roto, los cuatro locos que apreciamos el arte cinematográfico silente ya no podremos tampoco consolarnos con que de vez en cuando ese alma caritativa que velaba por nosotros en La 2 programase este tipo de películas, aunque para que nos sirviera de penitencia lo hiciera a esas intempestivas horas que solía.
El film de Raoul Walsh con Douglas Fairbanks
 
                        SEGUNDA PRUEBA:
            Un poco más suerte, aunque muy lejos todavía de la que se merecen, corren actualmente las películas fotografiadas en blanco y negro en su relación con la pequeña pantalla, la tácita aversión que por ellas tienen los programadores y que se disfraza tras un denigrante horario no puede ocultar el agravio comparativo que de forma similar al racismo sufren, como si de una molesta minoría se tratasen, frente a una complaciente generalidad de películas en color que las tolera hasta cierto punto. Las primeras se programan como una curiosidad sin mayor importancia, al suponer que no han de constituir una amenaza mientras se mantengan en el desprestigiado sitio al que se les ha confinado, porque no invaden el espacio de las segundas y se colocan por las mañanas, cuando todos estamos ocupados trabajando o estudiando y las amas de casa han de preocuparse más del puchero que de la televisión; o por las noches a altísimas horas de la madrugada, en espacios de la programación dedicados exclusivamente a las sugerentes tele-tiendas americanas. Este es un juego al que se prestan los programadores suponiendo que todos los televidentes comparten el mismo racismo con respecto a los films que no se presentan a todo color, y se olvidan de la creciente proliferación de tolerantes que centran sus gustos en la calidad frente a los factores de formato, quienes no tienen inconveniente en disfrutar en las horas de mayor audiencia de la belleza de la fotografía en blanco y negro (y su correspondiente variada gama de grises), quienes prefieren antes ver magníficas películas como The Big Sleep (El sueño eterno, 1946), de Howard Hawks, The Third Man (El tercer hombre, 1949), de Carol Reed, Out the Past (Retorno al pasado, 1947), de Jacques Tourneur, Psico (Psicosis, 1960), de Alfred Hitchcock, One, Two, Three... (Un, dos, tres, 1961), de Billy Wilder, El Verdugo (1963), de Luis G. Berlanga..., o incluso The Night of the Hanter (La noche del cazador, 1955), de Charles Laughton; que tener que sufrir cualquier insulsa comedia de los ochenta y noventa, o el tradicional vehículo para el lucimiento del "musculitos" de turno, o la sucesión de sustos a gran volumen y de vísceras sanguinolentas.
El único film del gran Charles Laughton
                        TERCERA PRUEBA:
            Y no conformes sólo con ello y con la complicidad de aviesos y desocupados científicos que no tienen otra cosa en que llenar su tiempo, con todas las carencias que presenta el mundo, los programadores se han topado, para martirizarnos con otra vuelta de tuerca, con la piedra filosofal que les supone la modernidad del coloreado de este tipo de películas. Lo que en el cinema silente se agradecía: la coloración a mano de cada uno de los fotogramas como decisión propia, en su momento, del autor o de los productores; se convierte en patética aberración el supuesto regalo que para nuestros ojos supondría la romántica coloración por ordenador de los fotogramas originarios en blanco y negro con la que nos atenta la técnica actual (con el inefable Turner a la cabeza, ínclito y esclarecido tiburón de las finanzas que sin ningún tipo de deferencia artística ha dispuesto por coj..., ¡perdón!, por dinero, de todo el material de la histórica Metro-Goldwin-Mayer) para alegrar con dudosos colores nuestras oscuras vidas en blanco y negro. (NOTA: Lo que hubieran dado los grandes estudios cinematográficos por saber que podían ahorrarse el dinero invertido en la contratación de los mejores directores de fotografía.)
Ted Turner: No se dejen engañar, no es un venerable ancianito
.                        PRUEBA CIRCUNSTANCIAL:
            Desde que el franquismo instaurara (O.M.23-IV-1941) el doblaje obligatorio de toda película exhibida en la península, se nos ha privado de la posibilidad de oír la voz original de los actores durante décadas. No obstante, esta manipulación que se mantuvo con la tele, caló hondamente en los espectadores, que han cogido un hábito difícil de extirpar, aunque hoy en día asistamos a cierta permisibilidad que poco a poco se está trasladando a la pequeña pantalla. De todas formas, no es de extrañar que los programadores sean reacios a utilizarla, ya que no depende tanto de ellos como del espectador, por lo que quiero dejar esta prueba en cuarentena por considerarla todavía como circunstancial, hasta que no se produzca el cambio en su gusto, y por respeto a los magníficos dobladores de que hemos dispuesto hasta que la diversificación de cadenas televisivas ha vulgarizado el otrora arte, y aplazo la utilización en su contra, pero me concedo la prerrogativa de no olvidarla para usarla contra posteriores encausados.
Un estudio de doblaje argentino
  
                        VEREDICTO:
            Todo lo expuesto me lleva, por el poder que me ha conferido el director de esta publicación, a condenar a los Programadores Televisivos a ARDER EN EL INFIERNO (con excepción del de La 2 y si todavía mantiene el puesto de trabajo, que permanecerá en el purgatorio hasta que subsane los errores de horario) hasta que las películas coloreadas por ordenador pierdan todo su color prestado; por lo que todos pasarán inmediatamente a disposición de El verdugo.
Pepe Isbert dixit
Todas las fotografías están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada.
¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz

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