Insumisión
No es que la paz de mi sueño haya sido perturbada por los ecos de ningún maitines (lo cual significaría para el resto de los comunes que al menos su reclusión estaría provocada por su libre albedrío de meterse a monje y nunca por la solercia de un juez), sino por obra y gracia de ese frío, connatural a la estación, que penetraba sin ser bien recibido en los habitáculos de los forzosos huéspedes, cuando los muros de la (eufemísticamente llamada) penitenciaría no lo han sabido rechazar porque ya no estaban auxiliados desde el interior por una calefacción apagada desde el cotidiano cambio de guardia entre dos días. Este frío me hace recordar que a lo largo de mi vida sólo había padecido tal en otra ocasión y por las mismas fechas y horas cuando celebrábamos, a la intemperie que ya no podía consolar al rayar el alba la exigüidad en que se había convertido la esplendorosa hoguera de las primeras horas de la noche, la semana de quintos en honor de su patrona: Santa Agueda.
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Talla de Santa Águeda que llevábamos a cuestas |
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El soldado fanfarrón de la tradición literaria |
Una de las formas de cubrir gastos es convertirse la leva en una tropa de sheriffs de Nottinghan (Robin Hood está siempre de vacaciones por esas fechas) y esquilmar los corrales de la villa con impuestos voluntarios a los sufridos lugareños, con lo que el grupo ve minimizada la inversión al ahorrar en comida. Así, una de las misiones diarias de la troupe, tras la batahola de la traca al amanecer, son los sucesivos periplos por los patios del pueblo arramblando con todo lo que pueda ser luego cocinado y sometiendo a sus convecinos a un trato similar al infligido por los tercios de Flandes. A veces, uno de los labriegos quiere competir en ingenio con los mequetrefes justicieros del reino y cierra bajo llave las prendas más preciosas de su corral, dejando a la vista solamente la parte que tiene intención de entregar voluntariamente, sin tener en cuenta la insolente astucia del más vivo de los reclutas que se las compone para descerrajar el dispositivo de defensa y profanar el sancta santorum de despensas tan celosamente custodiadas. Ante tamaña afrenta, los despechados inician una peregrinación al centro de avituallamiento de la quintada para entablar conversaciones de paz por mor de recuperar parte de su pérdida, que pasa en unos casos por la indemnización monetaria, en otros por el trueque por algo de menor valor, o en el caso extremo por la amenaza de acudir a la guardia civil.
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Ambos personajes en la órbita Disney |
En las ocasiones que el buen fin justifica los medios podría ser loable la utilización de estos métodos, pero en estas circunstancias se hace muy difícil aprobar dicha colecta, ya que el destino último de toda la recaudación es la de financiar su despilfarro colectivo durante una semana. Con ello se permite a los futuros garantes de la seguridad nacional iniciarse "legalmente" en vicios todos los días censurados por la moralidad en los medios de comunicación. Porque los quintos no dudan en condenar irremediablemente a las madres, solamente de los varones, a servirles durante esos días de esclavas para que satisfagan todos sus caprichos culinarios, utilizando para ello las rapiñas y el dinero confiscados a sus conciudadanos. Con todo esto, las esforzadas matronas, que tuvieron en suerte un niño y no una niña, se prestan libremente y con orgullo a desempeñar el papel de mucamas en dionisíacas pitanzas con todo lo recolectado, para una tropa que ha de agradecérselo con la despectiva costumbre de finalizar cada una de sus orgiásticas libaciones con una batalla campal en memoria del caos y del desorden, en donde las donaciones acaban alfombrando el suelo. Unas conflagraciones de mantel acaudilladas primero por los varones más inquietos, y continuada después por la generalidad de chicos y chicas, sin que el matriarcal servicio pueda apaciguarla ni aún contando con la santa alianza de una escoba.
Esta confrontación general en las comidas no es sino una mera premonición de la que después ha de producirse en la plaza entre dos facciones indistintas de quintos, quienes miden sus fuerzas a cohete partido convirtiendo el enfrentamiento en unas prácticas militares anticipadas, lo cual no se constituye sino en otro jalón más para incorporar al irreprochable expediente de estos modélicos ciudadanos. Cada año, como si se tratase de los de defensa, se incrementa por parte de cada quintada el presupuesto destinado a la compra de cohetes, con lo cual el aumento de la munición propicia la existencia de este tipo de peleas, y a la peligrosidad innata en el manejo del cohete en sí se le une el agravante de la competencia, sin ánimo consciente de hacer daño, por parte de sus tiradores. El aumentativo despilfarro en pirotecnia compone un cóctel molotov que puede estallar en cualquier momento en las manos de alguno de estos descerebrados, con la consiguiente visita del mismo a urgencias con quemaduras de diverso grado que inevitablemente se produce en cada una de las salidas; con lo que su vuelta al redil es celebrada por los suyos como una señal más de su notable valor guerrero y se le sube a los altares con el reconocimiento público de toda la leva al haber sido heroicamente herido en combate.
En el fondo toda esta conducta transgresora alimenta mi ego anarquista, y un poco cegado por el placer de transgredir las leyes, y otro poco espoleado por el deseo que desde pequeño me embargaba de que tuviera la edad suficiente para que le tocara el turno a nuestra quinta, me llevó, en su momento, a participar en la engañifa en honor a Santa Agueda. Recuerdo con agrado la ilusión que me hacía de pequeño cuando, invariablemente todos los años, los quintos invadían la escuela y nos invitaban a las consabidas pastas de nata. Las clases ya se alborozaban tan solo con oír lejanamente el rumor de la charanga (que acompañaba a los mozos todo el día), una excitación que el profesor a duras penas podía apaciguar hasta que el estallido final de júbilo inauguraba el jolgorio general cuando al fin se les veía aparecer por la puerta; porque, ¿cuándo un niño de mi pueblo se ha podido resistir al placer de ver interrumpida la explicación del profesor por la música de la charanga? Un receso que tendría necesariamente su continuación con la liberación del timbre, para que infaliblemente una cohorte de críos, siguiendo los compases de Carlitos, el "Can", y el grupo Vela, como si se tratase del flautista de los cuentos de mi infancia, pisara los talones de los quintos pidiéndoles más pastas o coleccionando varillas de madera procedentes de los cohetes, que luego la muchachada podría destinar a mil usos distintos.
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Carlitos"El Can" y el Grupo Vela |
Además, todavía hoy es para mi muy difícil comprender la fijación que los mozos han adoptado, incluyendo insólitamente a las mujeres, por vestir equipaje militar para resguardarse de las inclemencias del tiempo. Por mucho frío que haga en las noches de invierno, alucino cuando veo a una caterva de jóvenes de ambos sexos ya perfectamente uniformados, que no reafirman su personalidad con otro tipo de vestimentas de igual contundencia calorífica, sino que expresan su sumisión al sistema mucho antes de su incorporación a filas. Aunque a duras penas pueda justificar que cometan dicho sacrilegio indumentario los varones, me ofusco irremediablemente cuando lo acometen las mujeres, y mucho más cuando un año por Carnaval me disfracé junto a un amigo de militar, pero con la teñidura previa del color verde del uniforme en rosado y portando con toda la marcialidad posible una escoba, en vez de escopeta, como ya hiciera el mismísimo Charlot.
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Le quedaría mejor la escoba que el fusil |
De todas formas, he de dejar por hoy estas reflexiones que no han de llenar mi estómago, ya que nos instan a salir de nuestras celdas para darnos el desayuno, y no deseo perdérmelo por nada del mundo.- Vale.
"Héctor Fernández"
¡Que aproveche! Un
cordial saludo.
Aitor Hernández Eguíluz
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