sábado, 4 de junio de 2016

Renegado. El Oso - 02. El Refugio de Adrapaz Ebac


Renegado. El Oso 

Novela épica ecologista

 

Después de tanto tiempo esperándolo, este momento ya ha llegado y ha merecido la pena la espera. Ya llevaba bastante tiempo dándole largas a TZARA, SINJORO y, sobre todo, a los cansinos ROTEREM Y TORNAMEM, que me preguntaban cuándo se iban a publicar sus andanzas, que andaban un poco justos de dinero y ya nadie les fiaba para poder seguir bebiendo.

Los amigos de Entrelíneas están colocando las últimas imágenes en su sitio para mandar el texto a la imprenta y ya poder tenerlo entre las manos. Mientras tanto, yo estoy preparando sendas presentaciones, una doméstica en el “Insti”, con mis alumnos y colegas (permitirme la licencia) que todavía no tiene día señalado; y la oficial en Logroño el miércoles 29 de junio, desde las siete y media, en el Ateneo Riojano.

Para hacer boca, os dejo el inicio del segundo capítulo para que rabiéis un poco, que enseguida empezamos la aventura…




02. El Refugio de Adrapaz Ebac


“Vivo en la montaña,
vivo en los suburbios,
no tengo nombre al que pueda atender
no tengo patria, tampoco bandera,
vivo siempre al margen de la ley.”


Ñu: “La Boca del Infierno”, Réquiem, 2002



El camino de regreso a El Refugio, que siempre utilizábamos después de los ataques para evitar un posible acoso de los soldados del rey, fue muy pesado por la presencia de una pertinaz llovizna que nos acompañó durante todo el trayecto. Durante el mismo, el desconocido siguió sin pronunciar ninguna palabra, su mirada permanecía vacía como la bocana de un pozo, y todos los músculos que anteriormente parecían pura tensión, ahora estaban flácidos y más próximos a la muerte que a la vida. Ni tan siquiera levantaba el brazo para sacudirse con el dorso de su mano la lluvia que le castigaba los ojos, su pelo colgaba lacio sobre su frente y los rizos de su cabellera eran ya un pálido recuerdo. Tan solo su boca denotaba cierta tensión, pero era una tensión hacia abajo, mortecina, de desilusión, no hacia arriba, anhelante, de rabia. Tampoco respondía ante los estímulos degradantes que le lanzaban con frecuencia nuestros hombres, ni tan siquiera ante los castigos físicos que inopinadamente recibía cada vez que parábamos a descansar o a acampar. Ese antaño imponente cuerpo, se dejaba llevar en el fondo del carro de los trofeos, apoyado en el respaldo y sentado con las piernas cruzadas y flexionadas hacia su cuerpo.

         La carreta de los trofeos era la pieza principal de la comitiva viajera, que siempre esperaba en retaguardia hasta el final de la batalla, para depositar en él lo que se rapiñaba de los vencidos. En esta ocasión, el carro estaba casi vacío de riqueza y lo ocupaban las herramientas de los canteros, de un valor mucho mayor para los planes de Sinjoro, quien no había diseñado la incursión para acumular caudales, mucho más cuando el ataque era sobre un pueblo eminentemente agricultor, sino que perseguía un doble objetivo, uno declarado y otro oculto. Por un lado, estaba la exigencia de mantener en forma a los guerreros y, por otro, la necesidad de alentar la terrorífica leyenda, que nos rodeaba como un aura, de los guerreros invisibles e invencibles, comandados por un gigante que podía estar muerto. En cierta forma, a Sinjoro le había venido bien la provocación de la madre para justificar la matanza de los habitantes de Orah, porque el temible jefe quería mantener oculto el prosaico objetivo, ya que no encajaba en la leyenda que se había forjado la necesidad de maestros canteros.
         Tampoco encajaba en el mito que nos rodeaba, la idea de un lugar de descanso para unas hordas infernales, por lo que tampoco tenía un nombre propio, sino que nosotros le dábamos el indefinido nombre de El Refugio. Una comitiva como la nuestra, sólo podía entrar por un cerrado acantilado zigzagueante, cuyas paredes verticales, como si hubieran sido cinceladas a posta, estaban huérfanas de cualquier vegetación y sin ningún saliente en donde encaramarse, sino en su cúspide, donde a cada lado siempre se arrellanaba un vigía fuera de la vista del que cruzara por abajo. Para acceder a estos puestos de vigilancia solo cabía arriesgarse por un estrecho sendero que arrancaba desde el valle interior. Para descubrir El Refugio únicamente se podía hacerlo al final del paso, porque desde afuera quedaba oculto a la vista; y a los dos pobres pastores que se les ocurrió franquearlo, pagaron con su vida el descuido y sus ovejas engrosaron la dieta de los soldados. 

Y, y, y,... ¡eeesto es tooodo amigooos!

aitorh66 

2 comentarios:

  1. Que te puedo decir que no te haya dicho ya amigo. Tengo muchas ganas de tenerla ya en mis manos.

    Besos.

    ResponderEliminar