martes, 17 de julio de 2012

Déjà vu: Sasturnino Ulargui y Edgar Neville


ULARGUI Y NEVILLE: LA OPORTUNIDAD APROVECHADA POR UN DIRECTOR EN FORMACIÓN





 
Todo el mundo ha acertado al destacar el costumbrismo y el casticismo que caracteriza el cine de Edgar Neville de postguerra, pero estos dos sentimientos habían tenido que arrancar necesariamente mucho antes, durante la República, ya que me niego a creer que surgieran en Neville durante el franquismo. En mi opinión, tuvo que guarecerse en ellos a tenor del depauperado horizonte del cine de los años cuarenta,en el que sólo se podía seguir la triple senda del folklorismo forjado con anterioridad a la guerra y repetido después hasta la saciedad, del grandilocuismo histórico-político surgido con el nuevo régimen, o la de la adaptación literaria. Si el primer camino nunca lo pisó, del segundo huyó inmediatamente tras unos primeros intentos, para refugiarse en la tercera vía no sin reparos, ya que huiría de los clásicos para adaptar novelas contemporáneas que se ajustasen a sus gustos o para adaptar sus propias obras de teatro. Pero hasta llegar al asentamiento definitivo de su estilo cinematográfico a partir de 1944 con La torre de los siete jorobados, Neville tuvo que realizar un largo aprendizaje vital y artístico, en el que intervino en tres ocasiones el productor riojano Saturnino Ulargui.

Con motivo del azaroso cambio en España del cine mudo al cine sonoro, a principios de 1930 el hasta entonces anónimo distribuidor del material Ufa y de la BIP, Saturnino Ulargui, se dio a conocer al mundillo cinematográfico patrio con la producción de La canción del día (Georges  
B. Samuelson, 1930), lanzada como “la primera película completamente hablada y sincronizada”, pero que no pasaría de un chapucero primer intento de cine sonoro en castellano, realizado apresuradamente en Londres por la limitación técnica patria pero con participación de elementos artísticos españoles. Esta precipitación sirvió de escarmiento a Ulargui a la hora de plantearse una segunda aventura productiva, ya que habrían de transcurrir más de cuatro años hasta que se decidiese de nuevo a financiar una nueva película, para cuando en la España republicana ya se había asentado definitivamente la industria cinematográfica sonora. Después de la guerra civil Ulargui aprovechará sus contactos en Alemania e Italia para consolidarse como productor por medio de una política de coproducciones en las que compartir gastos con otros capitalistas. Un apoyo que precipitará su ocaso, tras el cambio de signo de la guerra mundial, por su alienamiento con las industrias cinematográficas de las potencias del eje, hasta refugiarse de nuevo en la distribución hasta el final de sus días en 1952. 

Para la dirección de El malvado Carabel Ulargui contratará a Neville ya que su trayectoria hasta la fecha se ajustaba perfectamente al proyecto, al unir en su persona la doble cualidad de, por una parte, ser un escritor de similares características a las del  autor de la novela, Fernández Flórez, destacando ambos por el humorismo de sus obras, y, por otra, de contar con experiencia cinematográfica, cimentada en Hollywood de la mano de figuras como Charles Chaplin, aunque ésta no fuese muy amplia en el ámbito de la dirección. Así, si literariamente en la concepción del guión Neville era el indicado para adaptar la novela, también cinematográficamente a nivel de realización el novel director de largometrajes le posibilitaba al productor manipular el resultado final de su trabajo. Con el corto bagaje de su trabajo en las versiones múltiples hollywoodienses de inicios del sonoro y la realización en España del largo Yo quiero que me lleven a Hollywood (1931) y de los cortos Falso noticiario (1933) y Do, re, mi, fa, sol, la, si, o la vida de un tenor (1934); Neville se encontrará a finales de junio de 1935 dirigiendo El malvado Carabel para la Ufilms de Saturnino Ulargui. Lejos de los intereses que se le presupondrían a un aristócrata -no olvidemos que era conde de Berlanga de Duero-, las claves del universo nevilliano posterior ya se esbozaban en esta película, eso sí, un poco condicionadas de salida por el humorismo inherente al material de la novela de Fernández Flórez en que se basa y por el enfoque irónico en su tratamiento. En la película se describe un modesto ambiente del Madrid republicano. Éste rodea a un personaje vulgar, que en contra de su deseo tiene que revelarse sin éxito de su mediocridad yendo por una ruinosa senda delictiva. Tras ser despedido del trabajo por pedir un aumento de sueldo para casarse pasa de una vida anónima a la de delincuente, pero ante su propia inoperancia como caco vuelve a su medianía tras el happy end de ser readmitido en el trabajo aunque con menor sueldo.
Tanto Neville como Fernández Flórez proyectan que un personaje común y corriente como Amaro Carabel tenga que realizar actos para los que no está preparado, pero con el acierto de no sacarlo fuera de su ambiente. Esta circunstancia no acierta a verla Ulargui, quien se deja convencer por terceros e ingiere en la labor de Neville, como confesara el director a Marino Gómez Santos: "La adaptación de la estupenda novela de Fernández Flórez era buena, pero, desgraciadamente, en las productoras siempre hay quien opina de lo que no sabe, y convenció a Ulargui de la que la película ocurría entre gente pobre y que al público lo que le gustaban eran bailes, escotes y ambiente lujoso. Como yo no tenía autoridad, me obligaron a poner al final una secuencia con un baile en el Palace, que el sentó a la película como a un Cristo una pistola. Menos mal que los siete primeros rollos eran muy buenos.” De esta forma, los sucesivos escenarios de los "crímenes" del malvado y de su pareja en la pantalla serán infinitamente más lujosos de los que preveía la novela de Fernández Flórez, pero la impostura obligada por la actitud veleta del productor para contentar supuestamente al público será uno de los puntos más atacados por una crítica de la época muy atenta y poco receptiva de los desórdenes morales en los films. 

Esta desavenencia pudo alejar a Neville de la órbita de Ulargui, hasta que la necesidad surgida de la guerra civil volvió a unirles en la Roma de las coproducciones filofascistas. Cuando las condiciones para rodar en España no eran grandes y la aventura alemana ya se había clausurado, a Ulargui y Neville la posibilidad de hacerlo en Italia era para el primero una oportunidad de consolidarse como productor y para el segundo era una cuestión alimenticia; por lo que ambos se embarcaron entre el 18 de enero y el 30 de abril de 1941 en la realización de la versión española de una película de Pier Luigi Faraldo Sancta Maria, que en España se titularía más explícitamente como La Muchacha de Moscú. Tras la realización de tres documentales de propaganda y de otras dos películas en Italia, Edgar Neville aceptó el encargo de dirigir esta melodramática adaptación, muy alejada de su gusto por el humorismo, que no era otra cosa que un simplista alegato anticomunista. Claro está, no podrá quedar satisfecho con posterioridad por haber realizado "un espantoso folletín" como éste, aunque tuvo que cimentar su decisión en la necesidad de permanecer en activo a pesar de no hallar un trabajo a la medida deseada. Tampoco se le puede culpar por transigir con el maniqueísmo de un guión que se publicitó como "La lucha de dos ideologías y dos mundos resuelta por el triunfo de la fe y del amor", cuando las circunstancias sociales demandaban vehículos como éstos, enmarcados en la euforia por la guerra recién ganada en España y por la que se presagiaba victoriosa a emprender por Italia.
 La segunda guerra mundial anima a Neville a alejarse del país transalpino por haber tenido bastante con la contienda española, por lo que se decide a colaborar por tercera vez con Ulargui en una de la fuertes apuestas de éste para su recién constituida productora Ufisa. Bajo la común denominación de Canciones y en formato de cortometraje, Ulargui permitirá a José López Rubio, Claudio de la Torre y al propio Neville que pongan en imágenes, en el verano de 1941, una decena de famosas canciones de autores de renombre. Estos cortos -destinados a utilizarse como complementos en los programas- pueden considerarse como precursores de los modernos video-clips de hoy en día, pero por desgracia su ejemplo no cundió en la cinematografía española. En primer lugar,
eligiría Neville la adaptación de La Parrala, una archiconocida canción de Rafael de León y Xandro Valerio, con música del maestro Quiroga y ambientada en una taberna de puerto; para después en Verbena alejarse un poco de la directriz común a la serie y llevar la realización a su terreno con la plasmación de un argumento que se complementaba con letras de Valverde y León y música de Quiroga. En ambos cortos predomina el estilo melodramático que había cultivado Neville desde el estallido de la guerra civil, pero en el segundo se advierte un mayor acercamiento al universo que habrá de destacarlo como uno de los directores más personales de cine español.
Aunque no fuera estrenada en España la película de Tod Browning Freaks (La parada de los monstruos, 1932), es muy posible que Edgar Neville hubiera podido ver ésta durante su estancia norteamericana, antes de que cayera sobre la misma su condición de maldita; y que, incluso, la tuviera in mente a la hora de llevar a cabo para Ulargui la realización de Verbena.
Claro ésta, el conde de Berlanga de Duero impregnaría en el film su madrileñismo (eso sí, reconstruido en Barcelona) favorito. Con la realización de estos dos cortometrajes podrá olvidar Neville su poco satisfactoria experiencia de posguerra, en la que debía cantar a su pesar las gestas de los vencedores: "La película no trataba, como era costumbre allí en el año cuarenta y uno, de un tema épico o altamente 'educativo' o histórico-victorioso. Y digo histórico-victorioso porque todavía no he visto ninguna película en la que se describa la afrentosa derrota del país que la produce. Era una película corta, que tenía por objeto el hacer pasar un rato agradable a los espectadores y en la cual aparecía una mujer guapísima, como era Maruja Tomás, y una 'mima' extraordinaria como Amalia." Lejos de las grandes hazañas, su interés siempre había estado mucho más próximo a lo popular y a las tradiciones que lo sustentaban, al igual que estaba más cómodo impregnando a sus historias de humorismo que dotándolas de épica.
 Será ésta la inclinación que a partir de ahora inspirará con acierto -mayor en la parte artística que en la comercial, ya que nunca alcanzaría excesiva relevancia- su filmografía, en la que el Madrid tradicional adquiría su propio rol, como si se tratase de un protagonista más. Saturnino Ulargui permitirá a Neville reencontrarse con el Madrid típico de la feria y de la verbena, en el que centrar las peripecias vitales de las gentes que trabajaban en las barracas, motivada por una simple trama policiaca de chantaje, tampoco resuelta con demasiadas complicaciones. Su verdadera intención residirá en la descripción de este singular microcosmos del Madrid de la época. Neville no dejará su impronta directiva en la previsible historia pergeñada por Valverde y León, sino que centrará su interés en recreación de la atmósfera del ambiente de feria, en una primera parte descriptiva que se alejaba de los presupuestos de Ulargui para las Canciones
 Hay que hacer notar que lejos de la media de metraje de los anteriores, rayana en los veinte minutos, Verbena se prolongaba hasta la media hora de duración gracias al fresco madrileño que se componía en la película. Con lo que Neville negaba la tesis de su productor a la hora de emprender los cortos: desembarazar a los films de lo adicional e ir directo al asunto; y le mostraba que la solución residía en la búsqueda de un aderezo que fuese de calidad.
Si para Edgar Neville la relación con Saturnino Ulargui no constituyó su etapa más fructífera ni tampoco la más notable en cuanto a logros artísticos, no se la puede  obviar -claro está- y pensar que el estilo que tanto alabamos en sus películas posteriores surgiese de la noche a la mañana. El universo nevilliano se vislumbra en las producciones con Ulargui y se siembra en ellas la semilla del que será su futuro cine costumbrista. Como ocurriera ya en  El malvado Carabel, Neville cuenta en sus películas las cosas que les pasa a las personas humildes, a la vez que hace el retrato de su ambiente, humilde también. A continuación, introduce del exterior un factor realista que desequilibra el entorno del personaje -sin que éste lo desee- y que desencadena una acción alejada de la realidad anterior, casi mágica: Amaro Carabel se lanza sin escrúpulos a una vida delictiva que se supone llena de lujos empujado por la contingencia real de su despido. Pero, al final, todo vuelve al cauce normal de partida, mientras que el personaje afronta con resignación el resto de su anónima vida, que ya no se nos mostrará por la cámara, si bien lo que ha aprendido hará que lo haga con un poco más de optimismo. Este esquema, por supuesto, no siempre era obligatorio. La muchacha de Moscú, por su propia naturaleza de película alimenticia, no es el mejor aval para ver en ella los parámetros anteriormente descritos, cuando ni tan siquiera se dibujan las características que el cine Neville habrá de poseer; en su favor hay que reconocer como su más destacada contribución que, aun tratándose de una película de encargo, sirvió para que Ulargui volviera a fijarse en Neville y le permitiese rodar dos de las Canciones.
A pesar del escaso radio de acción que sus correspondientes metrajes posibilitaron, el espectador de 1942 pudo encontrarse con dos piezas en las que se presagiaba la peculiar forma de presentar Edgar Neville los ambientes. Lo de menos era la nimia acción que se desarrollaban en las mismas, obligada por las letras de las canciones, lo importante era que ambas rivalizaban en la fideligna presentación de unos ambientes peculiares: el de una taberna de puerto en  La Petenera  y el de una feria en  Verbena. Neville reconstruirá hasta el mínimo detalle estos dos espacios en los estudios Orphea Films de Barcelona, reproduciendo con el afán costumbrista que le caracteriza dos microcosmos que se salían de la normalidad del espectador. Por contra, el abigarrado escenario que se presentaba no confería a los personajes una vida grandiosa, sino que en estos seres de celuloide anidaban las mismas pasiones de andar por casa que regían para los hombres de carne y hueso, aunque para ellos supusiera todo un mundo. Dada la ausencia de mar en la capital de España, sólo en Verbena  Neville podrá aplicar su otra gran pasión: el Madrid de la primera mitad de siglo.
 En este Madrid castizo, que tanto le gustaba retratar una y otra vez en la mayor parte de sus películas, se radicaba la verbena en que ocurrían los acontecimientos, a la que Neville le confiere un protagonismo que iba más allá de la mera localización. La autenticidad que retrataba la cámara no emanaba del pretexto argumental, lo que del ambiente se describía era lo que hoy confiere valor al corto, ya tendrá tiempo Neville, más adelante y en sus mejores películas, para contar cosas interesantes de acuerdo al microcosmos en que las enmarcaba. Ésta debe ser la mayor contribución de Ulargui al universo nevilliano. Aunque no supiera aprovechar al máximo sus dotes innatas, cuando menos Ulargui proyectó a Neville a empresas más importantes, al darle la oportunidad de dar sus primeros pasos en la dirección y de ensayar la fórmula que luego habría de convertirlo en uno de los más destacados directores de nuestra postguerra. Vale.


Todas las fotografías están extraídas de internet sin ánimo de comerciar con ellas. Gracias de antemano por la ayuda desinteresada.

¡Que aproveche! Un cordial saludo. 
Aitor Hernández Eguíluz
 

1 comentario:

  1. Estoy aprendiendo muchito con tu blog.
    Pero....¿Donde esta lo de hacerse amigo del blog?

    Rita.

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